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9 mayo: El mayor experimento jamás realizado

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 10 may 2020
  • 3 Min. de lectura

Según se acaba de saber, ya estamos en la fase 1 de la desescalada (bueno, estaremos el lunes). Haciendo uso de la franqueza a la que los gestores de la emergencia no pueden recurrir, yo me atrevería a afirmar que el brote infeccioso está bajo control y en fase de consumarse su completa extinción. Es, pues, el momento de detenerse a reflexionar.

Algunos de los conspiranoicos hablaban, y todavía hablan, de un experimento sobre cuyo propósito especulan sin fundamento alguno. Cuando las razones escasean, las interpretaciones son tan variopintas como disparatadas. Pero no es mi propósito detenerme en las teorías más extravagantes, sino reparar en el hecho cierto de que, aunque no provocada, la epidemia ha sido un gigantesco experimento; biológico, económico, político y social, cuyo aluvión de resultados, cualitativos y cuantitativos, deberíamos estudiar con la dedicación que merece.

Por supuesto que yo no cuento ni con las fuentes ni la capacitación para el procesamiento de la enormidad de datos obtenida, pero creo que sí puedo extraer dos grandes conclusiones, de puro obvias. La primera es que la humanidad no está capacitada para enfrentar emergencias planetarias. La única medida eficaz que se ha podido implementar es el aislamiento; adoptada hace ya bastantes siglos ante situaciones similares. De poco han servido grandes avances en el tratamiento de otras patologías, como el deletreo (que no desciframiento) del genoma humano, la ingeniería CRISPR de edición de la secuencia de nucleótidos, la biología sintética y todas las demás primicias con las que nos abruman los medios no especialistas. El hiperbólico tratamiento informativo de los progresos médicos nos había convencido de que la manipulación finalista de los replicantes era ya tan trivial como concertar las letras de este texto. Incluso se les ha dado pábulo a los disparates de algunos cretinos, con loores académicos, que afirmaban poder vencer a la muerte esta misma generación. Lo evidente es que la enfermedad que nos aflige, que apareció hace ya medio año, no tiene aún ni tratamiento ni vacuna. Al fracaso rotundo de la terapia hay que sumar la insuficiencia de medios paliativos y la desorganización más absoluta. Sí, queridos amigos, ni la OMS, ni los Estados Unidos, ni China, ni la UE (hoy es precisamente el día de Europa, pero creo que no hay nada que celebrar), ni ninguno de los estados afectados tenían un protocolo, un procedimiento, para enfrentar una pandemia infecciosa, y ello a pesar de que había sobrados indicios de su inexorabilidad; solo se ignoraba el cuándo.

El segundo corolario de este culebrón es aún más desolador, y es que el miedo es el medio más eficaz para el control de las masas. Quede claro que no es mi propósito generalizar la crítica a las medidas coercitivas de la libertad adoptadas en casi todas las latitudes, solo constato el hecho de que se han podido decretar, y se han observado mayoritariamente, porque la espada de Damocles del contagio fatal pendía sobre nuestras cabezas. Así que, como ha ocurrido en otras luctuosas etapas de la historia, seguro que, en el futuro, alguien, animado por esta y las otras infaustas experiencias, será tentado a servirse del temor para someternos y derogar los derechos democráticos que tanto costó conseguirlos.

Abandonemos pues nuestro antropocentrismo, y dejemos de soñar con la eternidad de nuestra especie. Somos tan vulnerables como cualquier otro ser vivo; porque, mis queridos interlocutores, el gen egoísta, ciego e irracional, solo persigue su supervivencia individual; aun al precio del exterminio de los congéneres y la destrucción del medio. Nos extinguiremos, pero no ahora.

 
 
 

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