9 agosto (2): Canícula
- Javier Garcia

- 9 ago 2020
- 2 Min. de lectura
Ahora que, creo, está finalizando una de las canículas más severas que recuerdo, es el momento de... ¡su panegírico!... y de enmendar a la totalidad ( así soy de veleta) el artículo de hace solo una semana, “Las vacaciones que se ausentaron”.
El estío es un tiempo único porque sabe a esas tardes infinitas e inolvidables de la infancia y la primera pubertad, huele a crema solar y algas y brilla como los ojos de las chicas que nos encandilaban.
Es la estación de la ropa cómoda y escasa, de la exhibición, de la excomunión de los odiosos calcetines, del arrumbe de corbatas y trajes, de la sinfonía de pieles doradas, del agua, vivificante, fresca, traviesa, espumosa como el descorche de los cavas, del retorno de la charla, del parloteo intrascendente, de las confidencias más íntimas, de la desnudez, corporal y espiritual, de la reprobación del trabajo deshumanizante, de los jefes tóxicos, de las tareas inútiles, de los clientes insoportables, del reencuentro con los seres más queridos, mayormente cautivos de sus quehaceres y preocupaciones, de demorar los problemas que nos afligen, de retrasar las tareas que nos sobrepasan, de desistir del apurado de los cálices que nunca quisimos beber.
El verano es, en definitiva, el paréntesis (mejor el corchete) entre las prisas, la ansiedad y la depresión; el alto en el camino hacia no se sabe qué objetivo. Es la pausa entre dietas de adelgazamiento y regímenes bajos en grasas e hidratos de carbono, la bacanal desinhibida, lujuriosa.
Para acabar, el glorioso tiempo que ahora consumimos nos devuelve el placer de sentirnos vivos, nos tienta a mandar todo al cuerno y existir como siempre hubiéramos querido hacerlo.
Apurad con fruición lo que os reste de las vacaciones. El verano tarda una eternidad en regresar y, por lo visto, puede hacerlo inopinadamente enmascarado.

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