9 agosto (1): Al fin popurrí
- Javier Garcia

- 9 ago 2020
- 3 Min. de lectura
Parafraseando a Cervantes, estábamos acostumbrados a que, en materia periodística, nos dieran “salpicón las más noches”. Quiero decir que solo la ola de calor, y muy tímidamente, se hacía algo de sitio entre tantos rebrotes. Pero en eso llegaron las peripecias del emérito, la terrible tragedia de Beirut... y la Champions League.
Menos mal que los medios, al fin, parecen recobrar la consciencia de que, como más o menos decía Lennon, la vida es lo que realmente nos ocurre mientras planeamos.
La catástrofe libanesa, la despedida a la francesa del viejo rey y el torneo futbolero por antonomasia no son serpientes de verano. Ni siquiera este último, que debiera de estar acomodado en la modorra de los fichajes de nunca acabar. En el primero de los casos, y si la negligencia se confirma como causa, estamos ante el resultado final de la voladura (nunca mejor empleado el término) controlada de un estado que, por su estratégica ubicación y por acoger a un sinnúmero de culturas, lleva siendo zarandeado por las potencias desde hace medio siglo hasta convertirlo en un guiñapo, de ese modo fácil presa de sus vecinos, que lo consideran territorio propio irredento.
Lo del ex Jefe del Estado representa la guinda del pastel con Salmonella que ha sido la Transición y que nos hemos comido sin una náusea. Respetando su presunción de inocencia, y puesto que no estamos en ningún estado teocrático, solo cabe esperar que se le someta al escrutinio de las leyes vigentes y que el asunto no se zanje con la venial penitencia que se ha autoimpuesto de navegar en aguas más calientes.
Y del fútbol... ¿qué puedo decir? Tan jugoso es el negocio que sus beneficiarios están dispuestos a seguir con el espectáculo en ausencia de los espectadores presenciales y con los positivos menudeando. Me gustaría que los clientes que sostienen el tinglado redujeran su nivel de adrenalina competitiva, pero me temo que comprarán el trampantojo sin el menor espíritu crítico.
En fin que, tras este circunloquio, retornamos al punto de partida, porque la pandemia parece que vuelve a arreciar. Yo creo que lo que simplemente ocurre es que, obviamente, cuantas más pruebas se hagan, habrá más positivos; sobre todo una vez abandonado el confinamiento y reanudada la actividad económica. Para demostrar lo que digo, me remito a las curvas que han publicado algunos medios (ver artículos de El Correo de esta semana) que constatan un mínimo de fallecimientos y un incremento moderado (si tenemos en cuenta el cribado casi masivo) de los portadores.
Hubo un tiempo, lo recordaréis, en que los asintomáticos se veían como una bendición, porque allanaban el camino hacia la “inmunización de rebaño” (hasta el punto de que resultó decepcionante la constatación de que, en aquel momento, las personas que habían estado en contacto con el virus representaban un escueto 5% de la población total). Ahora, por el contrario, son peligrosos difusores de la enfermedad. Es muy mala noticia que los gobiernos de todas las Comunidades Autónomas hayan constatado que sus expectativas electorales mejoran cuanto peor se describe el escenario infeccioso y cuantas más medidas profilácticas se adoptan que, de paso, hacen olvidar los “defectillos” de su gestión. La cuestión es hasta dónde y hasta cuándo puede ser sostenible el crescendo del alarmismo. ¿Quién y cuándo será capaz de poner el cascabel de la distensión al gato?

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