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7 noviembre 2021 (1): La burbuja más reventona

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 7 nov 2021
  • 3 Min. de lectura

Seguro que muchos de vosotros habréis empezado la lectura de este artículo pensando que va de economía. Pues no, va de proxemia, de cómo, sin consciencia de ello, organizamos y defendemos nuestro espacio personal en relación con el de los demás. Un tal Hall, que acuñó el término, identifica cuatro zonas a nuestro derredor definidas por determinados intervalos de proximidad y en las que, dependiendo de la naturaleza de la interacción con nuestros semejantes, toleramos la presencia del otro. Según la información a la que he podido acceder, a partir de la denominada "distancia pública" (unos 3 m) solemos interrelacionarnos con los desconocidos o con grupos numerosos de personas. En cambio, por debajo de los 3 m y hasta aproximadamente los 1,20 m, se extiende el denominado espacio social, franja en la que se desenvuelven las relaciones formales, la negociación y la argumentación discursiva. Más cerca aún, hasta tan solo unos 50 cm (distancia denominada causal-personal), solo permitimos la presencia de personas muy afines: amigos, compañeros de trabajo o de estudio con los que se mantiene una entente cordial... Aquello todavía más próximo lo entendemos como estrictamente íntimo, y nos desagrada profundamente que nadie lo invada salvo, claro, las personas a quienes amamos o, alternativamente, aquellas quienes nos acompañan en el dolor. De más está decir que, para la semiótica, es un ámbito de investigación más que interesante, ya que la comunicación, verbal o no verbal, varía según la distancia y, también, en función de los hábitos culturales de cada uno.

Pues bien, no me cabe ninguna duda de que la pandemia del COVID y, desde hace más tiempo, las costumbres importadas han alterado el tamaño de nuestros círculos concéntricos y rectificado las pautas de comunicación, quiero decir que las sucesivas burbujas tras las que nos parapetamos han crecido apreciablemente y que la efusividad se ha visto sustituida por la más fría cortesía. Me temo que no se trata de una inflación temporal, como la de los precios de la gasolina en tiempo de vacaciones, sino que amenaza con perpetuarse, y aventuro aquí que los pertenecientes a las culturas más campechanas nos iremos pareciendo más y más a los adustos del norte y el este; adiós al caluroso apretón de manos, a los espaldarazos sonoros, a las confidencias por lo bajines de labios a oreja y, sobre todo, al par de besos a las féminas que, además, venían siendo puestos en la picota por quienes, ya antes del malhadado virus, los consideraban rayanos en el abuso.

En el límite, y antes de que las burbujotas exploten embadurnándonos con todo el ADN ajeno del que no sé si nos protegían o privaban, habrá que hacer más grandes los ascensores, distribuir más espaciosamente los asientos en el transporte público, disponer a los alumnos en compartimentos estanco, abandonar el mal hábito de los congresos presenciales, olvidarnos de la música en directo, sustituir a los médicos por robots (aunque, si son antropomorfos, no sé si aún darán un poco de repelús), hacer el amor con el avatar de nuestra pareja y declarar ilegales el botijo, la bota, el porrón y hasta el reparto insalubre de las hostias durante las ceremonias de la comunión católica. Mark Zuckerberg nos lo agradecerá; aunque no sé si esa otra promiscuidad, la de los bytes, nos contagiará de los otros virus que, como los originales, comparten el carácter de códigos y, por eso, algo nos impondrán. Poneos a temblar, y sin poder recurrir al caluroso y reconfortante abrazo.

 
 
 

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