7 mayo 2023 (2): Entre la superchería y el despilfarro
- Javier Garcia

- 7 may 2023
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Ayer se celebró, con el mayor de los boatos e hiperbólica liturgia, la ceremonia de coronación del rey de Gran Bretaña, Irlanda del Norte, colonias de ultramar y súbditos de la Commonwealth.
La atención mediática prestada ha sido tan desmesurada como este acto de legitimación de lo ilegítimo; así que, de no vivir en algún remotísimo lugar sin acceso a cables y ondas, todos hemos sido testigos del derroche de lujosas, aunque estrafalarias, vestimentas, la ostentación de joyas de incalculable valor y el lucimiento de estilismos inverosímiles (alguien, emulando el quijotesco desvarío de encajarse una vacía de barbero, ha exhibido un wok sobre su cabeza), que han hecho de Londres la capital mundial del más desvergonzado exhibicionismo de la riqueza injusta, improductiva y desmesurada.
El anacronismo del acto ha rozado lo ridículo, ya que ha incluido el protagonismo de determinados objetos a los que la leyenda les atribuye poderes taumatúrgicos: el solio centenario de San Eduardo y una piedra milenaria, la del destino, que dicen fue también donde Jacob reposó la cabeza para soñar con su mística escalera; y se ha formalizado mediante unción por delegación divina (con aceite de oliva producido en Tierra Santa, faltaría más), en nombre de una reforma cristiana que lo fue por los indisimulados intereses económicos y políticos y la lujuria descontrolada de un individuo que, hace unos siglos, precedió a Carlos III en eso de sentar sus posaderas sobre el mismo trono real.
Si a esto se suma que el ungido monarca es, a la par, jefe supremo de esa iglesia que su antecesor, Enrique VIII, se permitió proponer a la deidad como la legítima, sin dar espacio a la réplica de esta, está claro que el poder real británico reivindica su origen divino, más aún, su capacidad para disputar al mismísimo Dios las decisiones religiosas de la mayor trascendencia. Así que sí, queridos lectores, los británicos obedecen los designios de una indisimulada teocracia y sus reyes no son seres humanos comunes, sino una suerte de semidioses, los únicos que, por el solo hecho de ser hijos de su madre o de su padre, tienen el derecho inalienable de desempeñarse como jefes del estado desde la misma cuna.
Pero lo que más me indigna del carnavalesco evento del que hemos sido testigos no es el descaro del nuevo rey y la sumisión aduladora de quienes engordan en su pesebre, sino la estupidez colectiva de una humanidad que, todavía hoy, aplaude a rabiar la consagración de la desigualdad y legitima con su admiración los más despreciables privilegios. Estos faustos no son sino arteras maniobras del poder para narcotizarnos con el psicotrópico de la solemnidad, y lamento profundamente que repúblicas democráticas hayan contribuido al blanqueo de lo trasnochado enviando a sus más altos mandatarios a dorar la píldora a semejante histrión. En cuanto a nuestros representantes en la ceremonia, ya tal; comparten los mismos injustos y decadentes privilegios y, además, son familiares lejanos del portador del mantón de armiño; por cierto, otro símbolo de la aristocracia, de siempre amante de la caza y tan despiadada con los animales como con las personas, por ella reducidos a la condición de piezas a cobrar (si sabremos de eso en este país).
Y termino, caídos del guindo y rendidos a la parafernalia monárquica, debemos abandonar todo sentimiento supremacista, somos tan crédulos y supersticiosos como los practicantes del vudú y la santería o los creyentes en la reencarnación. Además, de eso ya han dado buena prueba algunos de nuestros políticos, compartiendo púlpito con sacerdotisas de la imposición de manos y exorcistas dispuestos a sacarnos a Belcebú del cuerpo que, claro, siempre lo encuentran avecindado en lo más íntimo de la anatomía de nosotros los escépticos.

La verdad que viendo esas imágenes parece mentira que estemos en el siglo XXI. Es vergonzoso.