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7 junio (1): La burbuja

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 7 jun 2020
  • 3 Min. de lectura

“No es bueno que el hombre esté solo". Y no lo digo yo; según la Biblia, lo dijo el mismísimo Yahveh cuando tomó la decisión de crear a Eva y, con ella, abrir la caja de Pandora de la socialización de Adán y de todos sus descendientes. No parece, sin embargo, que muchos de los numerosísimos seguidores de las tres religiones monoteístas tomen en gran consideración la opinión de su dios; muy particularmente, aquellos que dirigen el mundo, no se sabe muy bien adónde.

Efectivamente, hace ya bastantes años que el modelo de convivencia está evolucionando de manera tal que "el hombre (perdóneseme el lenguaje machista, pero es que es la única forma que encuentro de parafrasear el texto bíblico) está solo", cada vez más solo. La poca confianza que me infunden la inteligencia y previsión de los poderosos me hace dudar de si se está siguiendo un plan preconcebido de aislamiento con propósitos vesánicos o si, simplemente, como les ocurre a los estorninos en sus vuelos coordinados de grandes bandadas, o a los peces organizados en inmensos cardúmenes, la referencia de los individuos más cercanos genera un orden de corto alcance que, al fin, concita un comportamiento colectivo con el resultado aparente de un designio superior.

En cualquiera de los casos, todo empezó con la televisión que, cuando llegó a la mayoría de los hogares, acabó con las amables chácharas de patio y las pláticas crepusculares que, al fresco y acomodadas sobre sillas de espadaña, finiquitaban tan gratamente la jornada. Más tarde, apareció el ordenador personal y, con él, la posibilidad de trabajar y entretenerse en la más completa soledad. Internet, como los héroes de los comics, surgió justo a tiempo para ofrecernos el espejismo de la compañía a distancia. Remataron la jugada los móviles que, creo, hoy comunican muchos más sentimientos que las palabras susurradas al oído o el contacto con la mórbida piel de la persona amada.

En esas estábamos cuando los próceres que mueven nuestros hilos, o los estorninos humanos de al lado, viraron otra vez, dando una nueva vuelta de tuerca a la situación y determinando que era mejor trabajar en casa, que el aprendizaje telemático podía sustituir ventajosamente al presencial, y que hasta el ejercicio físico podía practicarse con mayor provecho ayudados de una realidad virtual capaz de proporcionarnos hasta los contrincantes. No me extraña la crisis del sector de la automoción. Y no, amigos, su suerte no pende del dilema (o trilema) planteado por las diferentes opciones de propulsión sostenible, sino de si, sin relaciones sociales que cultivar, tendrán sentido los desplazamientos.

Para empeorar las cosas, el cardumen asustado por el virus, o los dueños del cotarro, persuadidos de que a la oportunidad la pintan calva, han reaccionado frente a la pandemia en el sentido de intensificar las tendencias ya imperantes. Si son los pobres pececitos los que, amedrentados por la enfermedad, han resuelto que lo mejor es refugiarse en lo más profundo de sus arrecifes, arreciará, aunque sea tácitamente y ya no lo oigamos prorrumpido desde los balcones, el terrible eslogan: "quédate en casa... para siempre". Si, por el contrario, todo esto ha sido obra de quienes toman a la mayoría de la humanidad por su sirvienta, está claro que lo que pretenden no es otra cosa que practicar con éxito la conocida estrategia del "divide y vencerás".

 
 
 

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