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7 febrero 2021 (2): Series

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 7 feb 2021
  • 3 Min. de lectura

"Nunca llueve a gusto de todos" o "a río revuelto, ganancia de pescadores"; estos y otros refranes cobran vigencia y todo el sentido en la situación actual, tan dramática para la mayoría, pero propicia para la fortuna de unos pocos. Ya conocemos a algunos de los que les está yendo muy bien: las farmacéuticas, por supuesto, las telecomunicaciones, los productores de espirituosos, los supermercados, los proveedores de comida preparada... Pero si hay algún sector que está haciendo "el agosto" todos los meses es el de las plataformas de streaming. Efectivamente, el confinamiento, el tedio, la limitación de la vida social a prácticamente el núcleo familiar conviviente y, sobre todo, el estrés traumático que genera el miedo (y no solo, ni especialmente, al coronavirus) propician el consumo masivo de entretenimiento previo pago entre un público sufriente, ansioso por evadirse de la cruda realidad. Todo eso y la horripilante programación de las televisiones generalistas, empeñadas en sofocar la más mínima esperanza machacando durante horas, día sí y día también, con inacabables listas de fallecidos y hospitalizados y la imparable propagación de la pandemia.

Nos hemos refugiado en un mundo de ficción alternativo, tan demandado, que amenazaba con agotarse completamente por el consumo febril de miles de millones de espectadores. Se corría el riesgo real de dejar a esta sociedad desquiciada sin válvula de escape, sin más sueños que nos evitaran el despertar a la pesadilla de lo tangible. Y en eso llegó, y nos salvó, el fenómeno de las series. ¡Es la economía de escala, estúpido!, gritaría algún exitoso productor porque, efectivamente, las series posibilitan emplear actores, decorados y efectos especiales a lo largo de metrajes (perdóneseme el término, ya completamente periclitado) dilatadísimos, proporcionando así la gigantesca oferta audiovisual que la disparada demanda solicitaba.

Toda serie parte de una idea, más o menos brillante, un personaje central, normalmente atormentado y complejo, y un ambiente (lujoso, sórdido o distópico, según convenga) que funciona a la manera de un escenario. Sus comienzos suelen ser prometedores, de ese modo se engancha a los seguidores, pero una vez que la atractiva introducción de la historia ha surtido su efecto, el relato ha de divergir, todas las veces que sea preciso, por cualquier inopinado derrotero que posibilite la extensión sin límite del folletín (la inmensa mayoría de estas producciones pueden definirse como tales). Esa necesidad de renunciar por mucho tiempo al desenlace, mediante la dilatación indefinida del nudo, lleva a muchas producciones a replantearse la historia y aun a enmendar drásticamente los trazos del protagonista, hasta el punto de negar el original personaje. De la misma forma, como el hilo argumental principal no suele dar para tantas idas y venidas, han de sazonarlo con las cotidianas penalidades de los principales actores, muy frecuentemente, recurriendo al clásico artificio de la agnición; ese truco de prestidigitador por el que alguien, normalmente el protagonista, descubre que no es quien suponía. La estratagema roza a veces lo rocambolesco, emparentando al héroe con los villanos e, incluso, con su amante, arruinando una relación convertida, tras esa terrible revelación, en trágicamente imposible. Pese a que se persigue el efectismo y se abusa de la sorpresa hasta el delirio, lo cierto es que, cuando se desvela el oscuro misterio que ha sobrevolado sobre toda la trama, ese desenlace suele frustrar las expectativas del más ferviente de los seguidores; más aún, en muchas ocasiones se dejan cabos sueltos, absolutamente irritantes, o finales abiertos con el propósito de dar carrete a la siguiente temporada.

Todo eso lo sabemos y, pese a ello, cuando acabemos el culebrón que estamos viendo, buscaremos ansiosos otro serial que nos seduzca, porque ahí afuera sigue sin escampar.

 
 
 

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