6 septiembre (2): Como niños
- Javier Garcia

- 6 sept 2020
- 2 Min. de lectura
Es curioso que, transcurrido tanto tiempo, los que peinamos canas, y creemos que ahora manejamos el cotarro, sigamos decantándonos por los mismos juegos que en nuestra infancia. Cierto que entonces algunos tenían un inexistente amigo invisible y, ahora, lo que todos tenemos es un enemigo igual de etéreo, pero real.
Contra él, o con él de comodín, jugamos al "escondite" (siempre se la queda y debe buscarnos) o a "policías y ladrones"; con el matiz de que ahora los buenos somos los enmascarados y los malos los que exhiben sus rostros sin pudor.
Entre juego y juego, y para dar el esquinazo a ese elusivo adversario, nos gusta aprovisionarnos de algunas golosinas sanadoras. Estas sí que difieren un tanto de las que preferíamos cuando infantes. Algunos, los más zopencos de clase y seguidores del mayor mastuerzo, elevado a la condición de líder por la idiocia colectiva, se han dado a la lejía, otros más sensatos a los antivirales y, en los últimos tiempos, a los corticoides. Hasta ha surgido un nuevo capricho, el Novichok, sin efecto sobre el innombrable bicho y, al parecer, peligrosillo, pese a que suene a inocente snack o a uno de esos cereales achocolatados tan socorridos para el desayuno.
En cualquier caso, cuando, cansados, abandonamos los pasatiempos más enérgicos, volvemos la vista a uno de los pocos entretenimientos que concitaba igual pasión entre los niños que entre las niñas: jugar "a los médicos". Nos encanta atizar jeringazos al personal, pero como aún no estamos muy seguros de si el pinchazo o el fluido puede estropear irremediablemente nuestros preciosos y blanquísimos muñecos, preferimos probar primero sobre los negros culitos de esas muñecas morenitas ya desmadejadas; total, siempre les falta alguna pierna o perdieron un ojo en el curso de alguno de nuestros arriesgados experimentos anteriores.
Todo esto, por supuesto que no se decide democráticamente entre todos los alumnos de la clase. Opinan por nosotros impostados delegados del alumnado y aquellos abusones de misterioso mayor tamaño que nos agriaban los recreos y ahora la existencia. Así que, en fin, con esos representantes tan poco representativos nuestro ocio lo organizan unos cuantos bravucones: "el hombre de los caramelos" de la Orquesta Mondragón (dicen que es el que anda repartiendo Novichok en el patio), la malhumorada Rottenmier, encargada del comedor y que nos ha hecho tragar cucharadas de la sopa de austeridad hasta la náusea, el Buda feliz, de hirsuto pelo teñido, siempre impasible ante la desgracia occidental, y Ken, el novio de la Barbie, pero en su versión decadente, viejuno y adiposo. Lo peor de todo es que padecemos el síndrome de Estocolmo, y seguimos viendo héroes donde solo hay villanos.

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