6 mayo: La cabalgata de las walkirias
- Javier Garcia

- 10 may 2020
- 3 Min. de lectura
Dentro de un breve lapso, mi casa va a ser lo más parecido al famoso camarote de los hermanos Marx. Cuando la vida era... bueno, entonces no la calificaba de ninguna forma, ni siquiera como normal, porque eso se daba por sobreentendido, nos levantábamos según lo exigían los más dispares horarios, de modo que se preservaba la intimidad de las legañas y, cada uno, preparaba su respectivo desayuno según gusto y disponibilidad de tiempo. Ahora no, para empezar lo hacemos todos en alegre compañía, y no desayunamos, almorzamos; en medio del estruendoso frenesí de los electrodomésticos, a los que instamos a entonar un desafinado y quejumbroso himno con partitura para la exprimidora, la batidora, la cafetera y el tostador. Hay de todo: la apasionada de la fruta y las tortitas de avena, la tradicional, con su cafecito y sus tostadas con mantequilla, el de las leches vegetales y hasta el partidario de lo contundente; de modo que, amén de todo lo demás, hay que preparar una tortilla o freír unos choricitos.
Pero "La cabalgata de las walkirias" no acaba ahí, casi inmediatamente después, nos repartimos tareas. Yo estoy encargado de la penosa compra (con colas incluidas, al estilo de los más torvos tiempos del racionamiento) y, después, de la cocina. Antes, con la normalidad normal, lo que se estilaba era el táper para los currelas y cualquier cosa "a lo me cago en diez" para quien comía en casa. Ahora no, como estamos recluidos, hay que esforzarse por hacer la coexistencia más grata, así que, primero, hay que consensuar, tras ardua discusión, un menú que satisfaga mínimamente a todos para, a renglón seguido, preparar algo elaborado; de esas cosas que antes se reservaban para la mesa del domingo y con mal tiempo. Mis hijos optan por el tipo de platos en los que la vianda principal, la salsa y la guarnición se unen, por primera y única vez, en la vajilla; vamos, que les gustan más las artes plásticas que la verdadera gastronomía. Yo prefiero, pero no cato, esas cazuelas de bacalao, merluza o chipirones donde tomaba forma el milagro de una salsa enriquecida con los efluvios del producto sin que este perdiera un ápice de jugosidad y sabor.
A la tarde, tras lidiar con el morlaco del fregado, viene la sesión de cine. Elegir la película es misión imposible; pero de verdad, no como las de la conocida saga que, aunque inverosímiles, terminan ejecutándose a la perfección. Al final nos tragamos la peor de las alternativas, porque es la que menos rechazos frontales suscita.
No me voy a extender en la complejidad de compaginar el teletrabajo, los paseos distribuidos según riguroso horario, la servidumbre de hacerle la vida medianamente grata a nuestro "Rusty", la práctica del necesario ejercicio físico o los cuidados higiénicos y cosméticos, y paso, sin solución de continuidad, a la cena. Otra vez es el llanto de los cuchillos y el rechinar de los dispositivos giratorios. Como para el desayuno, se hace necesario satisfacer la más variada demanda imaginable de solo cuatro personas humanas y una perruna.
Recogemos y volvemos a intentar lo de la peli. Lo más normal es que, ignorando lo que ocurre en la pantalla grande, cada uno se refugie en su pequeña respectiva hasta que, sin que nos demos cuenta, desfilemos a los dormitorios. Mañana será otro día, nos decimos. Bueno no: el mismo, e igual de extenuante; menos mal que estamos bajo la égida del dulce hogar.

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