6 agosto 2023 (2): La depreciación del trabajo
- Javier Garcia

- 6 ago 2023
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Tengo sesenta y siete años y soy hijo de un cajista de imprenta, uno anónimo, de los que simplemente componían textos usando caracteres de plomo, orgulloso, eso sí, de que entre sus camaradas hubiera unos pocos célebres que protagonizaran movimientos proletarios o inspirasen famosas tonadas cupletistas, y de una ama de casa, de los millones de mujeres “con la pata quebrada” que el franquismo dispuso que dedicaran su vida entera al hogar.
En casa éramos cuatro: mis padres, mi hermana menor y yo. Y, como queda claro por lo que vengo explicando, allí solo entraba un salario, el del “cabeza de familia” (perdonad que deba rescatar del olvido términos periclitados e incorrectos). Pese a esa circunstancia, mi familia, no me digáis cómo lo hizo, fue capaz de garantizar unos alimentos de calidad para todos nosotros, adquirir una modesta, pero céntrica, vivienda en propiedad, dar estudios superiores a sus dos vástagos y hasta gozar de vacaciones estivales todos los años.
Pero lo que tiene una fuerte trascendencia socioeconómica es que en absoluto representábamos una excepción. Entre mis amigos del verano (más significativos estadísticamente que los compañeros de curso en un colegio del centro de Bilbao) eran mayoría los hijos de empleados con salarios probablemente aún más bajos que el percibido por mi predecesor y, sin embargo, también ellos se nutrían con saludables productos de temporada, por supuesto sin exquisiteces, pero ausentes los ultraprocesados, y estudiaron en la universidad. Y eso en la pobre España setentera, porque si extendemos el análisis a la Europa desarrollada y los Estados Unidos, a todo lo anterior habría que sumar electrodomésticos de última generación y coche.
Concluyendo, aunque por aquel tiempo el consumo, entendido como el gasto desdeñable a los efectos de la estricta satisfacción de las necesidades más básicas, se situaba muy por debajo del actual, no es menos cierto que con el salario de un solo obrero especializado era posible cubrir dichas primeras necesidades de toda una familia y aún incurrir en algún exceso durante el tiempo de ocio.
Se me hace inevitable comparar aquellas circunstancias con las actuales, por las que gran parte de la juventud de hoy no puede emanciparse y, los pocos que lo consiguen, han de hacerlo apoyados en dos sueldos y, con harta frecuencia, también en el esfuerzo no remunerado de los abuelos, que se hacen cargo de los niños mientras sus padres deben encarar largas jornadas laborales, del todo incompatibles con una vida familiar ordenada.
No queda otra que concluir que la labor de zapa, realizada por el neoliberalismo durante décadas, ha dado sus frutos: se ha devaluado drásticamente el trabajo asalariado al tiempo que, para beneficio de muchos negocios de nueva creación, incrementado el consumo y el gasto en bienes y servicios que el sistema se ha sacado de la manga y elevado a la categoría de imprescindibles, cuando en realidad son absolutamente superfluos.
La receta observada por los estrategas de la exitosa revuelta de los ricos ha sido bien sencilla: aumentar la oferta de mano de obra, aprovechándose de la justa emancipación de la mujer y su incorporación masiva al mercado de trabajo, y de la desesperación de los habitantes del Sur pobre, impelidos a migrar; y, al tiempo, hacer ubicuos los datos, la información y las comunicaciones, tanto a modo de indispensables herramientas de trabajo como necesarios soportes para el desempeño de las tareas más nimias y la realización de las gestiones habituales de la vida ordinaria. De sobra está explicar que esta desbocada automatización ha aumentado todavía más el desequilibrio entre el número de personas a la búsqueda de empleo y la demanda de asalariados, y creado gigantescos nuevos mercados a costa de engordar notablemente la ya larga lista de los gastos básicos de la ciudadanía.
Solo hay un medio de devolver al operario por cuenta ajena el valor que se merece, y no es otro que revertir el proceso, siquiera parcialmente: disminuyendo la fuerza de trabajo disponible, limitando por ley las horas semanales, mensuales o anuales de desempeño profesional, con los beneficios colaterales de repartir la ocupación y retornar el protagonismo al hogar y la vida familiar, restituir, también por la fuerza de la regulación, el derecho de clientes y administrados a ser atendidos personalizadamente y restringir el despliegue de las tecnologías de la información y las comunicaciones a los niveles compatibles con un consumo energético que no incremente la generación de gases de efecto invernadero.

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