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5 julio (1): La botella a medias

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 5 jul 2020
  • 6 Min. de lectura

¡Qué bonita es la publicidad y qué mundo maravilloso nos muestra! Mi querido interlocutor, seguro que si atendieras y dieras más crédito a los sketches publicitarios la vida te parecería mucho más amable. Anímate y déjate persuadir por estos maravillosos mensajes: las parejas se adoran, siempre son jóvenes, bien parecidas, lucen sonrisas de dicha inconmensurable y visten al último grito; el amor de nuestra vida está tan cerca del “sí” como el perfume o la joya que, sin esfuerzo, podemos regalarle; la ancianidad no existe, los “senior” (palabra importada que sustituye con ventaja a las que te puedes imaginar) son gente que se lo pasa pipa mientras hace turismo por soleadas islas griegas, tontea románticamente con sus parejas o practica toda suerte de deportes de riesgo con la misma maestría que el más avezado profesional; las casas son unifamiliares, tan espaciosas como mansiones, y siempre rodeadas de un cuidado jardín donde solazarse con los más pequeños y las mascotas de pedigrí bien contrastado; la Navidad es un tiempo para el gasto ilimitado, el reencuentro, el amor, la amistad y la solidaridad con los más necesitados; siempre se desayuna en magníficas cocinas inundadas de luz natural; la mayoría de la población come a diario rodeada de un sinfín de amigos en los restaurantes más “chic”, mientras planea cenas con sus próximos cualquier noche de la semana; el trabajo doméstico es poco menos que un placer, gracias a un conjunto de máquinas de última generación que no delegan en el humano más responsabilidad que la de gozar de los resultados; de los delincuentes no tenemos que preocuparnos si nuestras casas están debidamente protegidas por dispositivos de alarma que se instalan por módicos precios; contamos con una cobertura sanitaria admirable y personalizada a cambio de suscribir una póliza de seguros más que asequible aunque, para ser francos, ¿para qué la queremos si las únicas enfermedades que nos afligen son los catarros, las almorranas y… ¡Oh maldición! Las molestias que los bocados fríos ocasionan en nuestras muelas?; el dolor, difuso y soportable, se nos va en un quítame allá esas pajas sin más que ingerir alguno de los analgésicos de moda, que ahora se nos ofrecen en formato chicle o para su ingestión sin el vial del agua; las arrugas y la celulitis han dejado de martirizar a tantas bellezas entraditas en años por mor de las milagrosas propiedades de ungüentos varios; ya no quedan más calvos que los que gustan del acabado Vin Diesel, el resto lo resolvemos con la última y eficaz generación de tratamientos; los trabajadores arden en deseos de acudir a oficinas espaciosas y confortables donde se dedica el tiempo al chismorreo, a comentar los últimos resultados deportivos y a lucir tipo o indumentaria; si estamos desempleados es porque queremos, habiendo tanta oferta de maravillosos cursos que garantizan contratación inmediata y suculentos salarios; podemos consumir sin tregua porque comprando tal o cual producto estamos ahorrando; todo el mundo conduce los últimos modelos de coches, y no de camino al trabajo, sino a través de parajes maravillosos, alejados de la civilización y ajenos a los atascos; los jóvenes, siempre ociosos y bellos, ríen sin parar, bailan y ligan sin limitaciones presupuestarias; nos merecemos unas vacaciones en cualquier época del año y, claro, sin preguntarnos por el estipendio, porque disfrutamos de crédito ilimitado al consumo; disponemos de todo el tiempo de ocio del mundo para el “body building” en sus múltiples variantes, las clases de inglés o la visión de todos los partidos de la “Champions League”;  todos esquiamos, como lo prueban los espacios televisivos del tiempo destinados a alertarnos sobre el estado de las pistas, y hasta podríamos dar alguna lección de cómo embocar una pelota de golf en el agujero del “green”; los roperos guardan lujosos y escotados vestidos de noche para las damas y todos los elementos de una lucida etiqueta para los caballeros; las averías domésticas y los percances de tráfico no son sino excelentes oportunidades para que nuestro seguro nos renueve el vehículo o el hogar a ningún coste; los juegos de azar son divertidos, tocan con gran frecuencia y, en el peor de los casos, sirven a causas nobles, como la integración de los discapacitados; las bebidas refrescantes y los combinados de frutas y licores se consumen en paradisíacos destinos, servidos con su sombrillita, por mareantes camareras o depilados atlantes…

―¡Ja! Permíteme que te enmiende la plana ―me interrumpe el ditirambo jocoso un joven amigo, bastante aguafiestas―. Escucha mi versión de la “dolce vita” que anuncias: las parejas, por lo menos las emancipadas, somos pelín maduritas; yo mismo, casi cuarentón, solo acabo de alcanzar la suficiente autonomía económica como para vivir con mi novia de toda la vida que sí, que, como en los anuncios, la adoro; claro que ella ya no es un bombón ni yo un atleta, me abulta un abdomen que no consigo reprimir y a mi chica ya no se le sostienen las carnes como antes; no creo que la joya y, mucho menos, el perfume, encandile a nuestro amor no correspondiente, a mí desde luego me hicieron caso bien tarde y nunca he tenido el suficiente dinero como para probar con un diamante; ¿que los viejos de ahora son otra cosa? ¡Ya, ya! Dímelo a mí que debo dedicar un día por quincena a cuidar de mi abuela nonagenaria, no sabe ni cómo se llama, la transportamos en silla de ruedas y es incapaz de alimentarse o proceder a su higiene personal por sí sola; en cuanto a mi casa… ¡Qué te puedo decir de mi casa! Es de tercera mano, no supera los setenta metros cuadrados y todavía hiede a sus antiguos propietarios; la Navidad es una época horrible, suegros, nueras, yernos y cuñados nos enzarzamos en violentas disputas después de que el anís nos ha afilado las lenguas; respecto de mi desayuno solo precisaré que lo tomo en soledad, todavía de noche y al amparo de una cocina de las de azulejos desconchados y tubos corroídos a la vista; mi comida del mediodía la perpetro en una sala pequeña y mal acondicionada después de calentar las sobras del fin de semana en el vetusto microondas del que nos servimos mis compañeros de trabajo y yo, ¡ah!, y hace meses que no salgo a cenar porque no podría frecuentar ni los restaurantes de comida rápida; después del trabajo, cuando llego a casa, me esperan un sinfín de tareas domésticas que, como la larga jornada laboral, comparto con mi novia: fregados, lavados y planchados me ocupan casi todo el tiempo previo a la cena, y eso que dejo el pase de la aspiradora y la limpieza del aseo para el fin de semana; en lo que a la seguridad respecta, vivimos temerosos del asalto y la agresión porque, como nuestras finanzas no daban para más, adquirimos el piso en un barrio degradado donde nunca sabes si a la mañana siguiente tu coche se hallará en el lugar donde lo dejaste; de salud no me hables, porque sufro de hipertensión, tengo el colesterol alto y padezco un reuma al que mi médico de cabecera no le presta atención alguna, pero que a mí me produce horribles dolores con los que malvivo, porque tampoco se puede abusar de calmantes con efectos secundarios y contraindicaciones varias; mi chica es pasto de la celulitis, que le genera un tremendo complejo y contra la que lucha denodadamente con todo tipo de soluciones tópicas y las últimas tendencias del “fitness” casero, pero ni por esas; ¡ah!, y yo, como es bien patente, estoy calvo, confieso que en su momento no me sometí a ninguno de los tratamientos en boga, pero a juzgar por sus resultados entre algunos famosos de posición económica mucho más desahogada que la mía, no creo que haya bálsamo que haga retornar el vello a su lugar de origen; trabajo en una planta de montaje de automóviles donde nos miden la productividad ininterrumpidamente, sustituyéndose a los indolentes tan frívolamente como David Bowie cambiaba de “look”; las jornadas resultan un verdadero tormento, hasta el punto de que el ineluctable regreso de los lunes me produce una gran ansiedad que combato con barbitúricos; me muevo con un coche que tiene doce años y casi trescientos mil kilómetros, que únicamente empleo para ir y volver de la fábrica mientras sufro interminables atascos; tanto mi novia como yo tenemos “smart phones”, sí, pero de esos chinos baratos, con pantalla ful, menos mal que solo sirven para que aporreemos el WhatsApp hasta la histeria; como casi la mitad de mis conciudadanos, no puedo desplazarme a ningún destino vacacional y, solo muy de vez en cuando, paso algunos días en una destartalada casa de propiedad familiar sita donde Cristo perdió la zapatilla y que compartimos, no sin pendencias, una miríada de primos; no tengo tiempo ni dinero para el esparcimiento, y menos para el más oneroso: la nieve y el golf solo los cato en la tele; nos vestimos en una conocida cadena de ropa barata de modo que, al primer lavado, las prendas se parecen a los harapos de Robinsón Crusoe; solo tenemos asegurados los coches y, por imposición de la hipoteca, mi modesto hogar, y ello recurriendo a pólizas con una de las compañías más económicas, cuyo servicio todavía no he puesto a prueba con parte alguno; no apuesto, ¡solo faltaba! Tampoco me toca la lotería, más allá de algún miserable reintegro, y ahogo mis penas en una taberna de mala muerte donde apesta a sudor y a tabaco barato, y la cerveza me la sirve, nunca peor echada, un viejo desaliñado, socarrón y cascarrabias.

 
 
 

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