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4 octubre (1): Revoluciones... con gaseosa

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 4 oct 2020
  • 3 Min. de lectura

Como por estas fechas se sucedieron los acontecimientos que culminaron con la proclamación de la República Catalana, el culebrón del "catalexit" ha cobrado nuevo impulso, rescatándonos de paso de la catalepsia (valga aquí el juego de similitud silábica) en la que nos hallábamos por culpa de la psicosis coronavírica.

Según se precipitan las nuevas noticias relativas a la destitución del President de la Generalitat, bullen en mi mente los recuerdos de aquellos convulsos días del 2017 y el paulatino declinar patriótico que los sucedió. Con independencia de las fobias y las filias de todos vosotros, mis lectores, estoy seguro de que convendréis conmigo que el ardor republicano y la fe en una pronta secesión del estado español han decaído notablemente, aun entre los más acérrimos nacionalistas catalanes. Y es precisamente a partir de este hecho como, con la ligereza propia de uno de esos tertulianos que opinan de casi todo, me enfrasco en la cuestión de los procesos revolucionarios.

Revoluciones ha habido muchas, pero a mi parecer, solo dos han tenido la capacidad de hacer transitar al mundo por el angosto pasadizo de un cambio de época. Naturalmente que me estoy refiriendo a la Revolución Francesa y a la Bolchevique, en la Rusia zarista.

La primera fue agitada por la nueva y, por entonces, progresista clase burguesa que, necesitada de un nuevo régimen que hiciera posible el libre mercado globalizado y el advenimiento del maquinismo y la otra revolución, la industrial, se alió con una mayoría social, desesperada y hambrienta, para derrocar al viejo régimen feudal, la nobleza y la monarquía. En el caso de la Revolución de Octubre, sucedió que la semilla de los teóricos socialistas del siglo XIX prendió donde menos podían imaginárselo, en un país atrasado, en el que imperaba un régimen de servidumbre, muy próximo al esclavismo más descarnado, y en el que la mayoría de la población sufría terribles condiciones de vida, asediada por el frío, la malnutrición y la ausencia de cualquier vía que la sacara de la más extrema pobreza.

Si se examinan ambos ejemplos, se puede fácilmente hallar dos circunstancias claves concurrentes: un régimen oprobioso y anacrónico que, ya moribundo, pretendía seguir su proceloso navegar por la historia contra el viento huracanado del cambio ineluctable; y una mayoría de la población, tan desesperada y carente de expectativas, que no tenía nada que perder.

¿Se daban esas condiciones en la Catalunya de 2017? Creo que es evidente que no. La Catalunya de hoy es una región europea cuya renta es ligeramente superior a la media continental; con muchos problemas, sí, pero donde la extrema pobreza, aquella caracterizada por el hambre y la falta de un techo bajo el que cobijarse, es extraña. De modo que, como en todos los países desarrollados, el malestar social es más el resultado de la patente desigualdad que de la carencia absoluta de los mínimos recursos para la supervivencia. Más aún, el segmento social catalán más abiertamente independentista está constituido por los campesinos propietarios, la mayoría de ellos perceptores de altas rentas, celosos de su patrimonio; y, para complicar todavía más cualquier opción rupturista, a esto hay que añadir el creciente peso social de una inmigración, mayoritariamente extracomunitaria, para nada empática con proyectos de erección de nuevas fronteras y renuente a unirse a movilizaciones cuyas causas profundas no entiende y cuyos objetivos finalistas no puede compartir.

Yendo ya al segundo factor común revolucionario, es bien cierto que durante las décadas de los 80 y los 90 del siglo pasado los vientos soplaron a favor de las secesiones, acordadas o unilaterales. Y ello fue así porque aquel fue el tiempo del final de la guerra fría, cuando el conflicto ya se había decantado irreversiblemente del lado occidental y la fragmentación del viejo mapa de los países aliados de Moscú era la estrategia que convenía al capitalismo internacional. No es el caso ahora, las tentaciones secesionistas amenazan al globalismo, y la hipotética independencia de Catalunya al normal desenvolvimiento de la Unión Europea, ya suficientemente zarandeada por la salida del Reino Unido; de modo que los poderes económicos ven en las tendencias centrífugas un peligroso factor de desestabilización del, para ellos, confortable status quo.

Por estas razones, y no otras, mis queridos amigos, el ex President Puigdemont declaró la independencia, para dejarla en suspenso segundos después, y el también ya ex President Torra acaba de acatar la sentencia que lo relega del cargo. Han sido dos momentos históricos propicios a la sublevación, a la verdadera desobediencia, que hubieran dado inicio a una revuelta de consecuencias imprevisibles; pero a los “honorables” les tembló el pulso porque el pueblo catalán y su dirigencia no estaban, ni están, preparados para ese viaje sin destino evidente y durante el que se puede perder lo más valioso del equipaje.

Así que, en la Europa Occidental de hoy, las revoluciones, y hasta las revueltas menores... con gaseosa.

 
 
 

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