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4 julio 2021 (1): Niñes

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 4 jul 2021
  • 3 Min. de lectura

Aunque sé que me estoy metiendo en un jardín repleto de plantas ponzoñosas, voy a hablar aquí de la neolengua inclusiva e igualitaria.

El asunto está de actualidad porque acaba la denominada Semana del Orgullo Gay LGTBI y, con ese motivo, personajes tan significados como la señora Ministra de Igualdad han sacado a pasear su cargante gramática reivindicativa.

Sirve al propósito de este debate lo que aprendí de la cultura oriental la ocasión en que interrogué a un interlocutor coreano sobre cómo escribían conceptos abstractos mediante su caligrafía ideográfica. Para explicármelo recurrió al ejemplo del adjetivo “bueno”, que se escribe mediante el carácter “mujer” dentro del carácter “casa” (porque, en su tradición, era bueno que la mujer estuviera en casa). Es obvio que nadie en el tiempo actual propondría semejante grafismo discriminatorio para el mencionado calificativo, pero, de la misma forma, no creo que, desde cuando mi improvisado introductor en lenguas orientales me diera esta breve lección, en Corea se hayan decantado por cambiar el polémico ideograma. Y supongo que será así porque, después de transcurridos siglos, su original intencionalidad patriarcal deviene irrelevante y no queda en el signo más mensaje que el neutro de su significado.

De la misma forma que en el coreano, entiendo son aceptables algunos de los hábitos y normas gramaticales del castellano y, también, de las otras lenguas cooficiales del estado español, que otorgan prioridad a las versiones masculinas de sustantivos y adjetivos o, incluso, evocan periclitadas formas de organización social y familiar (a la sazón, y a título de ejemplo, me viene a la cabeza la palabra vasca “emakume”, cuyo significado literal no es otro que “dadora de niños”). Porque, queridos seguidores, las alternativas son peores; veamos, si no, el caso de los genéricos, que son particular objeto de polémica, puesto que casi siempre recurren al masculino como fórmula globalizadora. La primera opción sería generalizar mediante el femenino, pero eso supondría vestir un santo desvistiendo otro, con el problema añadido de romper con una forma de expresarse muy interiorizada y obligar a los hablantes a un ejercicio de habituación estéril y dificultoso. La segunda, ya lo sabéis, es repetir la palabra en cuestión en sus dos versiones habituales o aun añadiendo un tercer y extraño palabro, de reciente invención, con el propósito de manifestar la legitimidad de las opciones de género que van más allá de las que proporcionan los dos sexos. El resultado es un lenguaje plomizo, indigesto y hasta ridículo, da lo mismo si hablado o escrito.

Creo que muchas de las partidarias (permitidme por un instante la licencia de emplear la propuesta lingüística que repruebo) de esta gramática apócrifa convienen en lo que, hasta aquí, expreso; pero sostienen que su puesta en práctica y los inconvenientes que con ella se suscitan son poca cosa comparados con los beneficios, no sé si subliminales, de hacer patente la igualdad perseguida cada instante, por boca, papel y pantalla, de millones de comprometidas voces. Discrepo, las formas muy rara vez afectan al fondo de las cosas; más aún, cuando se insiste tanto en ellas se confunden con su propósito final, de modo que se corre el riesgo de que los objetivos de justicia y equidad se den por alcanzados con solo salmodiar jaculatorias correctísimas, pero que devienen en fórmulas manidas y vacías de contenido si no se acompañan de la praxis; la madre del cordero a la hora de materializar estos buenos propósitos.

 
 
 

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