4 diciembre 2022 (1): Me meto en un jardín
- Javier Garcia

- 4 dic 2022
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La semana pasada abordaba en este blog la bronca, parlamentaria y judicial, que está acompañando a la entrada en vigor de la ley "solo sí si es sí". Y ahora mismo, cuando aún no se han extinguido los ecos de las agresiones verbales y los insultos por este motivo, ocupan titulares los desencuentros entre los miembros de la coalición gobernante acerca de los textos legales que finalmente se presenten al parlamento relativos a la denominada autodeterminación de género o la familia.
Convengo con la alianza de fuerzas progresistas que vienen impulsando este nuevo marco legislativo, promotor de la discrecional elección de sexo y género y de la igualdad de todas las opciones personales así como de los varios modelos posibles de familia, en la necesidad de romper con la coerción de la moral judeocristiana que, por muchos siglos, viene atenazando el libre albedrío para adoptar cualesquiera conductas privadas que no atenten contra los derechos de terceros. Pero, dicho esto, confieso que me siento muy incómodo viendo cómo estas cuestiones monopolizan el debate público.
Y digo que me siento incómodo en primer lugar porque veo que estos asuntos están embarrando el debate político en unas materias en las que los conservadores, siempre tan preocupados con las conductas individuales y la alcoba, se sienten muy cómodos, ya que sus seguidores suelen mantener posiciones muy doctrinarias al respecto, intransigentes con la posibilidad de que otros, que no comparten sus principios éticos, puedan desempeñarse bajo cánones de conducta personal completamente diferentes. Y, sobre todo, porque priorizar las cuestiones de género es una maniobra de escapismo mediante la que se aleja el foco de la diatriba de los asuntos sociales y económicos, donde la inmoralidad del liberalismo queda al descubierto aun ante los ojos de quienes prefieren los mismos y más tradicionales modos privados de vida.
Así que, mientras nos entretenemos dándonos de sopapos porque discrepamos en lo que respecta al número de géneros que deben aceptarse, en nuestra sociedad se agranda la brecha social y la desigualdad campa por sus respetos. Crece el colectivo de los excluidos y los pobres, y quienes están en riesgo de caer al abismo insondable de la miseria alcanzan a ser casi uno de cada tres ciudadanos. Es cierto que el primer parlamento realmente progresista desde que se reinstauró la democracia viene legislando en la dirección de paliar esta lacra, pero también que las reformas de las normas laborales están siendo muy tímidas, posibilitando, como se ha puesto de manifiesto con ocasión de la publicación de los últimos datos relativos a la evolución del desempleo, que se maquille el verdadero estado de cosas con inventos tales como el contrato indefinido discontinuo, que no benefician sino a las empresas y al capital, y cronifican la precariedad de los trabajadores menos cualificados. A la par, le tenemos al inefable ministerio de Seguridad Social proponiendo extender el periodo de cálculo de la pensión hasta los treinta años, atendiendo seguramente al ruido que están metiendo los cavernarios mediáticos, reiterando machaconamente que los jubilados ganan mucho más que los jóvenes trabajadores, con el indisimulado propósito de desatar un enfrentamiento generacional cuyo deseado e inconfesable desenlace no sería otro que enrasar por abajo derechos y percepciones.
Aprobemos pues, pronto y cabalmente, las leyes que ahora están en el candelero informativo (abrigo serias dudas acerca de la edad a la que una persona está capacitada para decidir un cambio de sexo o de género que la condicionará para el resto de su existencia), y centrémonos en atender y tratar los principales males de esta sociedad, porque trabajadores somos todos: mujeres, hombres, hetero y homosexuales, transexuales y toda la demás parafernalia de conductas y opciones que hoy monopolizan el debate público.

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