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31 mayo (1): Nostradamus haylos

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 31 may 2020
  • 3 Min. de lectura

Vivimos un momento difícil, si es que alguna vez los hubo fáciles. A las penalidades de una humanidad, que ya venía sorteando sus numerosos problemas estructurales por el viejo e insensato medio de huir hacia adelante, se les ha sumado la tan manoseada pandemia.

No es, por tanto, sorprendente que, como en los tiempos de los milenaristas, abunden los profetas, exégetas de los signos, capaces de vislumbrar el advenimiento de los nuevos paradigmas de la convivencia, las costumbres, la política, la salud, la tecnología, el medio ambiente... Y no se trata de charlatanes, un simple vistazo a los diarios de mayor tirada basta para constatar que las más reclamadas firmas literarias, destacados científicos y filósofos renombrados han entrado al tentador trapo de escudriñar el futuro valiéndose de los recursos que les son afines y que, no seré yo quien lo ponga en duda, manejan con incontestable sabiduría.

Sin embargo, por muy autorizados que sean estos creadores de opinión, por muchas razones que esgriman, lo cierto es que llegan a muy dispares conclusiones. Por poner algo de orden entre tanto y tan contradictorio presagio, diré que adivinos del porvenir los hay de dos clases: los optimistas, que entienden que esta dolorosa experiencia nos va a hacer crecer como especie y los que, por el contrario, ven en este desastre un frugal aperitivo de la muchísima bilis que nos va a tocar tragar. Entre los primeros los hay que piensan que las autoridades supranacionales van a abandonar el monetarismo y la austeridad para, al fin, rescatar personas, y no bancos; o que se van a cambiar ciertos estilos de vida consumistas que están en la raíz de la rápida difusión de las infecciones y, al tiempo, de la catástrofe climática. Del lado de los pesimistas militan quienes prevén un repliegue nacionalista de consecuencias políticas y militares catastróficas; o los que barruntan el caos económico por la vía de la práctica desaparición de sectores tan relevantes como los del transporte o el turismo; hasta hay quien ya ha alertado del retorno del nefasto hábito de consumir productos de un único uso y el consiguiente crecimiento de las islas de plástico hasta su transformación en continentes flotantes.

La inflación de teorías solo puede significar que todas carecen de la solidez de la evidencia. Es por eso que yo también me atrevo a opinar, sumándome al minoritario coro que piensa, con la misma carencia de argumentos que los demás, que no va a pasar nada, que todo va a seguir igual, que el orden internacional continuará siendo el que es; que, tras un tiempo para la superación del shock postraumático, los ciudadanos volveremos a nuestros hábitos y modos de vida que eran; que, en definitiva, los problemas que nos afligirán serán los mismos que ahora nos consternan y, a la vez, que volveremos a gozar de los placeres que, no ha mucho, nos rescataban de la monotonía del trabajo y las estrecheces económicas.

No creo, pues, en el poder transformador de este coronavirus que tan ruidosamente ha irrumpido en nuestras vidas. Esta sociedad se mueve con una enorme inercia y serán necesarias circunstancias y acontecimientos de mucho mayor impacto para que sea posible un mínimo cambio de rumbo. Lo curioso de esta fatalista consideración es que,

ahora mismo, y después de lo que podría haber ocurrido, semejante escenario me parece un mal menor. Sé que suena reaccionario, pero pese a que abomino tal sambenito y no suelo alinearme con lo inmutable, creo que es el momento de adherirse a esa castiza expresión española del siglo XVII: "virgencita que me dejen como estaba", o a la jesuítica y muy vasca: "en tiempos de tribulación no hacer mudanza"

 
 
 

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