30 julio 2023 (2): De cháchara con una monja
- Javier Garcia

- 30 jul 2023
- 2 Min. de lectura
Hace unos pocos días estábamos visitando la iglesia de La Anunciada, del convento de Clarisas de Villafranca del Bierzo cuando, sin que nosotros lo solicitáramos ni nos persuadiésemos de su acercamiento, nos abordó una de las hermanas de esa comunidad religiosa.
La monja frisaría la ochentena, aunque lo afirmo con cierta reserva porque el griñón almidonado, que solo dejaba ver una escueta parte de su rostro, hurtaba a la observación directa muchos de los detalles fisonómicos que ayudan a estimar la edad de las personas. La cofia, el velo y el hábito talar, ceñido por un cordón anudado en varios puntos, completaban la severa y tradicional indumentaria monástica, propia de la orden.
Pese a lo disuasorio de su ropaje y la regla de clausura que la religiosa observaba, era evidente su deseo de socializar con nosotros; así que, como en aquel momento admirábamos la extraordinaria mesa de Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, de principios del siglo XVII, nos explicó su trayectoria como fundador del cenobio y padre de la primera superiora. Una cosa llevó a la otra, y enseguida manifestó su preocupación por la preservación del patrimonio histórico artístico que su congregación custodiaba, dados sus más que limitados recursos y, claro, el hecho de que solo quedaban tres religiosas de edad provecta y una novicia que, por el mohín de escepticismo que acompañó a sus palabras, no creía que tomara sus votos perpetuos.
Desde ese punto de la conversación, su discurso viró a un tono lastimero y crepuscular, sobre todo cuando evocó lo cercano del fin de su comunidad y el reciente fallecimiento de una hermana, al parecer muy próxima a ella por haber compartido dilatados años de vida contemplativa, que había sufrido el largo y doloroso proceso de una demencia senil.
Se notaba que la terrible experiencia de ver cómo su compañera perdía la conciencia la había traumatizado sobremanera (conjeturo, porque la reflexión se hace inevitable, que se preguntaría dónde se recluyen las almas de los desmemoriados). Con todo, abandonó sus cuitas abrazando la resignación (concretamente dijo que no quedaba otra que convivir dignamente con el deterioro físico y la ancianidad extrema y, en la única ocasión que apeló a su fe cristiana, añadió que así debíamos conducirnos los bautizados).
A partir de ahí el diálogo derivó a lo más prosaico, y se quejó de que la obsolescencia tecnológica de su ordenador y móvil ya le había hecho perder valiosísima información acerca de la historia del convento, temiéndose mayores desastres en el futuro inmediato. Recomendándole que para preservar sus ficheros recurriera menos al cielo y más a la “nube”, mi mujer y yo nos despedimos de ella empatizando con sus problemas y persuadidos de la universalidad de las aflicciones humanas.

No había tenido ocasión de leer este post hasta hoy, coincidiendo, casualmente, con nuestra visita al mencionado convento.