30 agosto (2): Obras faraónicas
- Javier Garcia

- 30 ago 2020
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No sé si todo empezó con los faustos del quinto centenario y los Juegos Olímpicos, pero no parece sino que, allá por esas fechas, hubiera sonado el disparo de salida de una desaforada carrera por ver cuál de las administraciones de este país emprendía más obras públicas. Han pasado ya tres décadas de ese eufórico paroxismo y es hora de hacer balance.
Adelanto aquí al resabiado que no es mi propósito hacer política partidista, ni pedir cuentas personales o institucionales a nadie. Entre otras cosas porque ha sido un mal de la época frente al que muy pocos se han mostrado inmunes y porque, en la mayoría de los casos, la responsabilidad de la corrupción, los retrasos y sobrecostes ha sido ampliamente compartida por más de una administración y los concesionarios privados de las obras. Preciso, además, que la elección de los ejemplos que voy a citar, todos muy próximos, ha venido dictada por eso mismo: por su cercanía, geográfica y afectiva; siendo consciente de que los habría podido hallar en muchos otros lugares (ahora mismo también me vienen a la cabeza las famosas radiales de Madrid o el nuevo aeropuerto de Berlín) porque, estimados lectores, en esto de los proyectos civiles en todos los sitios cuecen habas.
En fin que, sin más demoras, y con la ayuda inestimable de la hemeroteca, me pongo a rememorar la historia del tren vasco de alta velocidad y su famosa "i griega". Sorprendentemente, fue uno de los más madrugadores proyectos ferroviarios de entre los emprendidos en la península Ibérica en las últimas décadas, ya que fue aprobado en 1989 y los trabajos dieron comienzo en el ya remoto 2004. Pese a la premura de salida, esta magna empresa ha encontrado obstáculos, o pretextos, de toda índole: desde las periódicas crisis económicas a la asincrónica sucesión de gobiernos en Vitoria y Madrid (en términos de sintonía política). Tampoco han ayudado la polémica sobre el definitivo trazado, las campañas políticas en su contra, las objeciones medioambientales o los numerosos contenciosos-administrativos interpuestos que, al parecer, han dificultado en extremo las expropiaciones. Por si todas estas desgraciadas circunstancias fueran pocas, nos ha llegado el coronavirus y, antes que él, la sorpresa de que el proyecto había ignorado por largo tiempo la imperiosa necesidad de emprender enormes reformas en las estaciones de las capitales. La conclusión es que, pese a que no se ha informado de fechas alternativas para el final de toda la obra, ya no parece realista la última propuesta: allá para el 2023 (yo me daría por muy satisfecho si la línea operara con normalidad en 2026).
El siguiente ejemplo que me dispongo a glosar es el de la Variante Sur Metropolitana de Bilbao (conocida popularmente como la "Supersur"). Concebido el proyecto a principios de los noventa, fue aprobado y aceptado el enorme esfuerzo financiero que supondría para los vizcaínos (solo por el concepto del primer tramo estaremos endeudados hasta 2035) con el argumento de que era de vital importancia para el desarrollo del Gran Bilbao, en serio riesgo de colapso circulatorio. Pues bien, en septiembre de 2011 se inauguró el trazado de la primera fase y, sorprendentemente, su uso, pese a experimentar un paulatino crecimiento, ha estado, y sigue estando, muy por debajo de las previsiones y, desde luego, no ha contribuido de una manera significativa a descongestionar el tráfico pesado, que sigue circulando mayoritariamente por las vías alternativas tradicionales. Pese a los hechos constatados, no parece que se haya escarmentado y, en enero de 2019, empezaron las obras de la parte "b" de esa denominada primera fase, que extenderá este baypass en dirección este. Por si todo eso no fuera suficiente, también está previsto acometer la segunda etapa y hasta hay un estudio para una hipotética tercera fase. Con suerte, seguiremos con las sucesivas ampliaciones de la Supersur hasta el siglo XXII aunque, para entonces, el transporte por carretera sea tan de museo como las diligencias.
Concluyo este recorrido por las obras inacabables con una que me es particularmente próxima: el soterramiento del tren de Durango. El proyecto, al menos en su primera concepción, debe de ser añejo porque, cuando a principios de 1994 me mudé a mi actual domicilio, próximo a la vía férrea, se me engatusó con la expectativa de una próxima eliminación del tráfico ferroviario de superficie. Sea como fuere, en diciembre de 2012, con más de siete años de retraso frente a la fecha originalmente prevista, se inauguró la vía soterrada y la ciudad quedó libre de los peligrosos pasos a nivel. Hasta aquí las buenas noticias, porque el recorrido subterráneo liberaba un inmenso espacio, antaño ocupado por las cocheras de Euskotren, y un largo y estrecho vial, muy prometedor para su transformación en "bidegorri" que, a día de hoy, continúan criando maleza. En el primero de los casos, todavía está pendiente la celebración de un referéndum que cierre la controversia abierta en torno a la urbanización de las cocheras (que, además, deberá lidiar con integrar el disparate arquitectónico perpetrado en la estación por la difunta Zaha Hadid); mientras que, para el segundo, no he oído que siquiera se esté debatiendo solución alguna.
Así las cosas, querido lector, seguro que te ha venido a la cabeza la exclamación de rigor: "¡obras faraónicas!". Y, por eso, he rebuscado entre los abundantes datos relativos a la construcción más icónica de todas las del Antiguo Egipto: la pirámide de Khufu (Keops, en versión griega). Pues bien, se estima que, para la erección de este monumento funerario, se emplearon 2,3 millones de piedras, labradas por canteros, y 27.000 bloques pulidos de caliza, que constituían su superficie exterior, para que la pirámide refulgiera al sol y se viera a gran distancia. Su peso estaría cercano al millón de toneladas y, todavía hoy, tras 4.500 años, luce enhiesto para deleite y asombro del mundo. Y todo esto, por supuesto, llevado a cabo con unos útiles rudimentarios (esencialmente herramientas de blando cobre) y unos conocimientos matemáticos que apenas superaban la aplicación práctica del teorema de Pitágoras. Pese a ello, ¿sabéis en cuántos años se construyó? Pues en solo dos décadas; así que cuando, hablando de nuestros trajines modernos, los califiquemos de "obras faraónicas", yo añadiría: ¡ya quisiéramos!

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