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29 noviembre (1): El amor o la sublevación del fenotipo

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 29 nov 2020
  • 3 Min. de lectura

Sea cual sea el idioma en el que uno se exprese, no hay palabra más tierna, más evocadora de los mejores sentimientos, que "amor". Miles de millones de humanos la han empleado para referirse a la emoción que experimentan en relación a sus seres queridos, y millones de obras de arte han sido inspiradas por los sentimientos amorosos de sus autores. Más aún, una parte muy significativa de la literatura universal versa en torno al amor, y trata de explicarlo en sus múltiples y complejas facetas.

Desde un punto de vista biológico, el amor surge como una adaptación ventajosa, ya que en origen solo se manifestaba como un instintivo impulso de protección de la reproducción y hacia aquellos que compartían código genético. Paradigma de este comportamiento es el abnegado cuidado de las crías a cargo de sus madres.

Ese amor primitivo tiene muy poco de poético y mucho de pragmático. Para aquellos curiosos que gusten de bucear en las cuestiones relativas a la evolución biológica por selección natural, les recomiendo que lean "El gen egoísta", de Richard Dawkins, cuya tesis central sostiene que la vida se fundamenta en el liderazgo de los "replicadores" (las cadenas de ácidos nucleicos capaces de autocopiarse), los genotipos, que constituyen la componente heredable de los organismos y cuyo propósito ciego no es otro que multiplicarse y, así, eternizarse. En ese contexto, el fenotipo, el conjunto de características físicas y conductas, resultado de la expresión del genotipo en el contexto de unas determinadas condiciones ambientales, solo es el vehículo, el instrumento del "replicador" para garantizar su pervivencia y ampliar su diseminación.

Así fue durante miles de millones de años. En esa carrera de determinados genes por ser más exitosos que sus competidores, fueron sofisticando su fenotipo esclavo; haciéndolo más y más complejo. Como nos puede pasar a nosotros con la inteligencia artificial, a los replicadores se les fue de las manos la ininterrumpida mejora de sus servidores fenotípicos y los seres vivos adquirimos consciencias elevadas que nos informaban de nuestra individualidad. Y, desde el preciso momento en que alguien integrante de esta biosfera se persuadió de la relevancia del "yo", de que importaba uno mismo y menos o nada lo que pasara con nuestro patrimonio genético, empezó a gestarse la revolución del fenotipo.

Los revolucionarios dieron al amor otro sentido completamente distinto, porque aunque siguiera parcialmente vinculado a lo genético, se hizo más libre. Los genéticamente próximos podían perder el cariño y, en cambio, merecerlo aquellos con los que no se compartían replicadores. Sin duda que esta inopinada deriva evolutiva ha posibilitado la aparición de conductas altruistas, con las que no se gana nada y, sin embargo, se corre el riesgo de perder mucho.

En el caso de los humanos, los de más elevada consciencia, ese desapego por lo genético es particularmente relevante; máxime cuando estamos muriendo de éxito y nuestros replicadores, a todas luces excesivos, no precisan de que se los proteja para que pervivan y se multipliquen desenfrenadamente. No hay, pues, motivación evolucionista alguna para retornar al "egoísmo de los genes". Así que deberíamos estar alumbrando el tiempo del amor, de la armonía y del cariño desinteresado hacia los demás. Yo, de momento, quiero con locura a quienes mi replicador me dicta, pero lo hago con la libertad de extender a otros de mis congéneres mi afecto o, incluso, sorteando el abismo que divide las diferentes especies, adorar a mi perrito "Rusty", cuyos ancestros se separaron de los míos hace bastantes decenas de millones de años y con quien comparto muy poco proyecto genético común.

 
 
 

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