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29 mayo 2022 (1): Ganarás el pan con el estrés de tus neuronas

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 29 may 2022
  • 3 Min. de lectura

En España la jornada de ocho horas cobró fuerza de ley un lejano tres de abril de 1919; es decir, que los trabajadores destinamos el mismo tiempo de nuestras vidas al trabajo desde hace más de un siglo, ello pese a la incorporación masiva de la mujer al mercado laboral, con el consiguiente crecimiento de la masa asalariada, y el advenimiento de una sociedad que se vanagloria de sus avances tecnológicos, de la automatización rampante y de las inusitadas posibilidades de la inteligencia artificial.

Sí, ya sé que en otros tiempos se trabajaban seis días a la semana y que muchos trabajadores habían de recurrir a las horas extraordinarias para que sus familias pudieran subsistir con un mínimo de dignidad, pero con todo eso, el camino hacia el ocio sin fin que se nos prometía al comienzo de los tiempos del maquinismo se ha mostrado lleno de obstáculos inesperados, de modo que el progreso es penoso y exasperantemente lento. Solo hay tres razones para explicar el fiasco: que se ha desistido de un equitativo reparto del trabajo, manteniendo grandes masas sociales en el desempleo estructural, que la revolución de la electrónica, y la digitalización después, no tiene ese tan cacareado impacto en la productividad y que el poder de negociación de los trabajadores ha ido declinando por el debilitamiento del sindicalismo, las nuevas formas de trabajo en completo aislamiento, que imposibilitan el acuerdo y el éxito de las reivindicaciones colectivas, y el largo lapso de gobiernos neoliberales legislando en favor del capital.

Sin embargo, hoy lo peor de ser trabajador por cuenta ajena no es la prolongada jornada. Veréis, cualquiera que tenga unos años puede recordar que nuestros padres, pese a la dureza física de muchas de sus actividades, esencialmente manuales, parecían ofrecer más resiliencia ante el paso de los años al pie del cañón (las madres, las pobres, vivían recluidas entre las cuatro paredes del hogar, haciendo posible el trabajo de sus hombres con su abnegada dedicación al cuidado de la prole). Yo no recuerdo que aquella generación tuviera tantos problemas de estrés y que, como hoy, iniciara la semana, o el día, ya desalentada, incapaz de enfrentar los retos cotidianos. La razón de este infierno en el que se han transformado talleres y oficinas no es otra sino el obsesivo empeño por incrementar la productividad bajo la férrea dictadura de la competitividad.

Así que el problema de los empleos de hoy no radica en lo extenso de la jornada laboral, sino en la intensidad exigida, hasta extremos difícilmente soportables por la psique humana. Intensidad garantizada por todos los medios de vigilancia disponibles; son los casos de la industria maquiladora, mayoritariamente externalizada a los países en vías de desarrollo, en la que una legión de esbirros del capital controlan cronómetro en mano hasta el tiempo que pasan los trabajadores en el baño; los espacios diáfanos, tan de moda en todas las grandes oficinas, donde se delega la tarea de gran hermano al propio entorno laboral, ya que los empleados nunca pueden sustraerse a las miradas fiscalizadoras de sus propios compañeros; los programas de espionaje que, declarados de uso legal por la jurisprudencia vigente, observan sin descanso por qué lugares de la red navegan los sospechosos del escaqueo; los seguimientos por GPS de repartidores, instaladores y asistentes técnicos, de modo que no pueden tomar un café sin que lo sepan en la central y, en fin, la nueva primavera del trabajo a destajo, donde solo se paga por lo producido.

Todo esto, por supuesto, ejerce un influjo letal sobre la calidad de vida y la felicidad de las personas y, al tiempo, ya se sabe que la avaricia rompe el saco, arroja unos resultados discutibles sobre las cuentas de explotación. Porque la naturaleza humana, como el agua, siempre halla vías de escape, porque la tensión y el miedo no proporcionan el mejor estímulo para encariñarse con la tarea y porque la creatividad está peleada con las prisas y las formalidades. Vamos a la vulgaridad más absoluta por el camino de la satisfacción de indicadores “cuantitativos” que en absoluto reflejan la verdadera calidad del trabajo bien hecho.

 
 
 

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