29 abril: Seguridad ante todo
- Javier Garcia

- 10 may 2020
- 3 Min. de lectura
Los derechos constitucionales nunca han gozado de buena salud. Basta con constatar la sistemática conculcación de, por ejemplo, los de vivienda y trabajo. Tampoco la igualdad y la no discriminación quedan muy bien paradas tras un análisis histórico medianamente crítico. Para terminar esta rápida revista, la libertad la han podido ejercer según quiénes y dependiendo para qué.
Recuerdo los tiempos en que el debate se centraba en la preeminencia de determinados derechos sobre los demás y, más concretamente, si había que sacrificar la igualdad en aras de la libertad o, por el contrario, esta segunda en favor de la primera. Usualmente, la derecha clásica se posicionaba incondicionalmente del lado de la libertad, mientras que la izquierda se decantaba por la igualdad.
A juzgar por el devenir de los acontecimientos que hemos vivido estas últimas décadas, parece que este debate ha periclitado. Suele datarse ese giro copernicano con ocasión del 11-S (aunque yo creo muy anterior). Este cambio, impulsado por el poder financiero, explota el miedo de una población relativamente acomodada para anteponer la seguridad a cualquiera de los derechos proclamados por los principios democráticos.
Este es el criterio que, con la aparente aquiescencia de la mayoría, viene rigiendo la toma de decisiones en la práctica totalidad de los países (los regímenes más autoritarios también lo tienen claro, faltaría más) y el que, como supongo que vas barruntando, lector, ha guiado las medidas adoptadas para frenar la pandemia del coronavirus.
En el caso español rige el estado de alarma que, por cierto, suscitó una cierta polémica, rápidamente sofocada por la vía del ninguneo informativo, en torno al hecho de que el decreto no autorizaba las restricciones a la libertad de movimiento aplicadas (al parecer, para imponerlas con el debido soporte legal, hubiera sido necesario el estado de excepción).
"Anyway", como dirían los británicos, con independencia de la calidad jurídica de las decisiones adoptadas y la ortodoxia de su ejecución, lo que ha quedado meridianamente claro es que se ha violado el principio de igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. Digo esto porque, mientras los adultos hemos podido gozar de la calle, siquiera para realizar las compras o desplazarnos al trabajo, los niños han permanecido recluidos durante más de cuarenta días. Y aún se han levantado un montón de voces destempladas criticando los supuestos excesos de la infancia en su primer día de asueto.
Otro tanto se pretendía con los ancianos. Varios gobiernos han insinuado la conveniencia de mantener recluidos a los mayores de ochenta años más allá de los plazos estipulados para el resto de la población. La sugerencia no solo incurre flagrantemente en la discriminación más rechazable, sino que, además, no tiene ninguna justificación práctica. Quiero decir que, hasta lo que se sabe, los ancianos no transmiten más eficazmente el virus que ningún otro grupo de edad, y el riesgo propio que corran es solo de su incumbencia. ¿O hay alguno que ya está pensando en los gastos que pudiera ocasionar su voluptuosa irresponsabilidad? Quien así opine ha de tener en cuenta que, bajo ese perverso prisma, debieran de cotizar porcentajes más altos a la Seguridad Social los que incurran en ciertas conductas de riesgo: bebedores, fumadores, obesos, conductores temerarios... hasta cabría plantearse cobrar un plus por cada asterisco en el análisis de sangre.
Pero dejemos la igualdad y centrémonos en la libertad y, su próxima, la intimidad. Aquí se esgrime el ariete o, si se quiere, el caballo de Troya de las nuevas tecnologías. Se habla de algunas aplicaciones que, instaladas en los móviles, permitirían el rastreo de los usuarios, de modo que se alerte de la proximidad a un infectado, anterior o posteriormente confirmado. La idea parece bienintencionada, el problema viene de su posible "doble uso" (eufemismo acuñado para definir artilugios y programas que lo mismo son aplicables en la vida ordinaria que en el ámbito militar). Lo digo porque lo que objetivamente recabarían tales dispositivos es información detallada sobre el tejido de las relaciones sociales que involucren proximidad física. Este conocimiento lo detentarían empresas y gobiernos, y no sus legítimos propietarios. Y, aquí está el riesgo, una vez implantados ampliamente esos programas, sería muy tentador para algunos mantenerlos operativos más allá de la pandemia. Ya sé que ofrecerán la garantía de que el usuario pueda desinstalar tales aplicaciones cuando lo considere conveniente, pero... ¿quién nos asegura de que estén libres de bugs deliberados que perseveren en el seguimiento?
Yo, desde luego, siempre que no se me coaccione con la amenaza de la represión, no pienso abrir la puerta a tales espías. Para acabar, sugeriría a los poderes públicos que, en lugar de centrarse en controlar dónde y con quién tuvimos el último coito, se esforzaran algo más en saber quiénes y cuánto algunos esconden en los paraísos fiscales. Técnicamente parece muchísimo más fácil

Comentarios