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28 marzo 2021 (1): El cuchillo del cocinero y la realidad discreta

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 28 mar 2021
  • 6 Min. de lectura

En estos tiempos que corren no me cabe duda alguna de que hay muchas personas que pasan más tiempo viendo los numerosos programas culinarios de la televisión que cocinando. En esta feria de la vanidad gastronómica, se exhiben “restauradores” (es el término de moda) de todas las tendencias y orígenes geográficos. Tengo que confesar que, en la mayoría de los casos, no me impresionan demasiado sus propuestas; incluso suelen propiciarme soliloquios críticos, las más de las veces vinculados a mi aversión por los lácteos y el profuso uso que de yogures, natas, mantequillas y quesos hacen estos prohombres de la alimentación engalanada.

Sin embargo, tengo que confesarlo, no puedo sino admirarme de la maestría y el donaire con el que mueven cuchillos, de diseño y funciones casi infinitas, de modo que, en pocos segundos, tienen convenientemente picado todo tipo de viandas, siempre con las formas y tamaños más idóneos para resaltar el sabor de los ingredientes y la estética de los platos.

Como soy un tipo multifacético e inquieto por naturaleza, paso rápidamente de estas reflexiones banales a formularme algunas de las preguntas que han ocupado al ser humano por milenios: si el cocinero no interrumpiera su exhibición técnica y siguiera picando los alimentos en tamaños cada vez más pequeños... ¿Podría hacerlo indefinidamente? ¿Existe un límite a su febril empeño por cortar?

Vamos troceando: tan temprano como en tiempos de la Grecia Clásica, el filósofo Demócrito ya propuso la primera teoría atómica; por la que, efectivamente, nuestro “chef” de postín no podría continuar cortando indefinidamente, ya que se toparía con las unidades indivisibles de las que está constituida la materia, y que se dieron en llamar átomos. La teoría atómica moderna pronto se dio de bruces con el experimento de Rutherford, que demostró que los átomos estaban esencialmente vacíos, concentrando la mayor parte de su masa en un núcleo de muy pequeño tamaño. Desde luego que no eran indivisibles, y tampoco fundamentales, ya que era patente que estaban compuestos de partículas más pequeñas.

Según ese nuevo salto científico, las partículas elementales eran los neutrones y protones, que permanecían recluidos en el núcleo del átomo y daban cuenta de la práctica totalidad de la masa, y los electrones, que formaban una tan voluminosa como tenue corteza.

Muy pronto se comprendió que el cuchillo podía cortar todavía más fino, porque los fenómenos radiactivos pusieron de manifiesto complejas y hasta entonces desconocidas interacciones en lo recóndito del núcleo atómico. Así, ni los protones ni, mucho menos, los neutrones eran partículas elementales, sino que estaban compuestas por otras, denominadas quarks. La teoría estándar, que actualmente da cuenta del más amplio conjunto de hechos experimentales, estipula que son los quarks (de los que hay 6 “sabores” distintos que cuentan con sus respectivas antipartículas) los verdaderamente fundamentales. Ellos, juntamente con los electrones, los muones, las partículas tau y los neutrinos asociados: electrónico, muónico y tauónico (partículas sin carga eléctrica y de masa extraordinariamente exigua), constituirían las piezas elementales de las que está construida toda la naturaleza detectable por ser sensible a más de una interacción. A toda esa lista habría que añadir los denominados bosones de intercambio, que son las partículas que portan las cuatro interacciones hoy conocidas (gravedad, electromagnética, fuerte y débil).

¿Acabó su tarea nuestro abnegado chef? Pues a juzgar por los datos experimentales, parece que hay algo más, relativo tanto al continente como al contenido. Para empezar, la información proporcionada por el gigantesco laboratorio que es el universo en su conjunto nos muestra que la materia constituida por las partículas descubiertas apenas proporciona el 4 % de todo lo que “pesa” la realidad. De otro 21 % da cuenta la denominada “materia oscura”, compuesta por un tipo de partículas para el que existen varias propuestas, pero todavía ninguna evidencia experimental, y de las que únicamente se sabe que solo son susceptibles a la interacción gravitatoria. Finalmente, la mayor parte del universo lo constituye una forma aún más exótica de sustancia, la “energía oscura”, que la mayoría de los investigadores la identifica como la urdimbre de la que está hecho el mismísimo espacio-tiempo (la denominada constante cosmológica) o, alternativamente, como un campo de naturaleza escalar.

En cualquier caso, y debido a estas sutilezas recientemente descubiertas, el hábil conductor de nuestra infatigable hoja de acero se persuade, con su punto de estupor, de que el propio espacio-tiempo tiene entidad propia, tal vez no muy diferente de la materia a la que empapa y que, si quiere realmente llegar al final de su tarea, también tendrá que hacer cachitos de esta esquiva realidad.

En este punto del picado la tabla de la cocina sostiene una materia troceada hasta límites casi inimaginables, pero... ¿de qué tamaño estamos hablando? Es una cuestión de respuesta difícil y ambigua, porque en el micromundo mandan las leyes probabilísticas de la mecánica cuántica y su fundamento más conocido: el principio de incertidumbre; así que es muy difícil hablar de dimensiones cuando nos referimos a las partículas elementales. De hecho, y en cierta forma contradiciendo ese principio de incertidumbre, la teoría estándar otorga a todas las partículas elementales una naturaleza teórica puntual (fuente, por cierto, de numerosos problemas de cálculo por la aparición de infinitos). Aun así, una aproximación clásica concede un tamaño al protón del orden de 10 elevado a -15 m, mientras que sitúa al del quark por debajo de 10 elevado a -18 m. Realmente se ha hecho un trabajo duro, pero pese a ello el esforzado cocinero ve, perplejo, que aún se halla ante una compleja sopa de partículas conocidas y supuestamente elementales, pero de muy difícil medición, otras partículas exóticas sobre cuya verdadera naturaleza no puede sino elucubrar, y un pandemónium de espacio-tiempo y campos escalares aún por explorar.

El artista del filo y yo mismo nos miramos de hito en hito; mientras que compartimos la misma cuestión: ¿podemos seguir con la tarea, o por mucho que nos apliquemos en cortar, nunca seremos capaces de hacer partes más diminutas? La respuesta es que, aunque hubiera unidades aún más elementales, es improbable que los medios experimentales pudieran alguna vez detectarlas. En cualquier caso, de lo que sí estamos seguros es de cuáles pueden ser las longitudes más cortas y los tiempos más efímeros teóricos, susceptibles de ser discriminados, son los denominados “de Planck”, y valen del orden de los 10 elevado a -35 m y 10 elevado a -43 s. Así que el espacio elemental es tan insignificante que, en órdenes de magnitud guarda, respecto al tamaño de los quarks, la misma distancia que estos con relación a nuestro mundo macroscópico. Que por qué existen esas unidades mínimas de longitud y tiempo: bueno, la explicación concienzuda está lejos de mis capacidades, pero puedo recurrir a lo divulgativo: el principio de incertidumbre también afecta a los campos y, particularmente, al gravitatorio. La imposibilidad de conocer simultáneamente y con ilimitada precisión energía y tiempo hace que, según nos movamos en escalas espaciales y temporales más pequeñas, las fluctuaciones estadísticas de naturaleza cuántica harán del mallado del espacio- tiempo un lugar agitado y poco definido. De hecho, es a esa mencionada escala de Planck cuando los conceptos de espacio y de tiempo pierden todo su sentido, y la teoría general de la relatividad deviene inaplicable. De hecho, los físicos suspiran por una “teoría del todo” que, a esas escalas, pueda compaginar relatividad y cuántica y efectuar predicciones experimentales que, sin duda, arrojarían mucha luz sobre los primeros instantes del universo y, tal vez, sobre la entera realidad.

Pero es que todavía hay más indicios que apuntan a estas cantidades como piezas relevantes de la Física. Así, la distancia de Planck representa la longitud de onda mínima que puede tener una radiación electromagnética antes de colapsar en un agujero negro (como para observar un objeto se debe poder “iluminarlo” con una radiación de longitud de onda del mismo orden de magnitud o menor, el colapso gravitatorio mencionado haría imposible la observación experimental por debajo de ese umbral de Planck). Finalmente, también la termodinámica de los agujeros negros, en una brillante aproximación semiclásica debida a Bekenstein y Hawking, llega a los mismos números: en sucesivos trabajos, determinaron que estos astros tienen entropía, de hecho, constituyen la forma de empaquetamiento de entropía más compacta que la naturaleza conoce. La entropía y la información (ambas están estrechamente relacionadas) que el agujero negro acumula se concentran en su superficie, no en su volumen (punto de partida del ahora tan debatido principio holográfico), de modo que un bit de información requiere precisamente una exigua área de Planck (en el orden de 10 elevado a -70 metros cuadrados). Así las cosas, es difícil evocar la existencia de algo por debajo de estas dimensiones, porque es igualmente imposible cualquier fracción de realidad describible con menos de un bit de información.

Y aquí creo que cocinero y gourmet (mira que soy vanidoso) podemos tranquilamente cesar en nuestro empeño de cortar fino, no vamos a hallar más.

 
 
 

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