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28 junio (3): Tempus fugit

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 28 jun 2020
  • 4 Min. de lectura

El tiempo corre alocada e imparablemente, también en la esfera de mi vetusto reloj de péndulo mientras suenan reverberantes las campanadas de la media noche. No volveré a oír sus acordes musicales para anunciar esta hora del día de hoy. Desde luego que los resortes tañerán otra vez, pero nunca más saludarán este mismo instante; ¡perdón!, el anterior, ya que, mientras me sumerjo en estas ociosas reflexiones, seguimos caminando hacia el futuro. Porque, mi querido amigo, desdiciendo el título: no es el tiempo quien discurre, sino nosotros y todo el universo a lo largo de esta ignota dimensión. Parece que la realidad está condenada al movimiento, estamos obligados a este imparable peregrinaje cronológico. Asumido que el antes es inaccesible e inmodificable, mi anhelo es el de disponer de una fracción de segundo para tener tiempo sin gastarlo. Vano sueño, porque mi cinemática, como la de todo lo demás, no cesa. Como el atleta de bobsleigh que debe incorporarse a su puesto en el trineo impulsado a gran velocidad sobre el hielo, o el relevista de una carrera atlética que tiene que recibir y entregar el testigo sin cesar de correr, todos nuestros actos solo cobran sentido “aquí y ahora”, sin parar de envejecer, dejando atrás un reguero de hechos para siempre inalterables.

Por supuesto que nos es dado mirar atrás, hacia el tiempo que fue y que, en buena medida, lo reconocemos y lo rememoramos. Vemos los acontecimientos pasados como quien otea un horizonte llano; de modo que lo próximo o reciente se percibe con gran nitidez, mientras que, según fijamos nuestra atención en lo más remoto o pretérito, se emborronan los detalles de la misma manera que el relieve más lejano pierde definición, hasta que la limitada transparencia de la atmósfera o la curvatura de la Tierra oculta por completo lo de más allá de un cierto límite. Por supuesto que, como en el símil visual, podemos dotarnos de “prismáticos”: los escritos, las fotografías, los vídeos… Todos ayudan a que el “horizonte de sucesos” temporal se ubique más y más lejos, pero… ¡ay! Ellos mismos, los binoculares, también viajan y se difuminan. Por muchas veces que intervengamos para salvaguardar su información, seguiremos perdiéndola hasta su completa desaparición.

Para fortuna del ser humano, la cultura nos ha dotado de una memoria colectiva infinitamente más rica que las individuales, de modo que, compartiendo la información por generaciones, llegamos a mucho mayor detalle en la descripción del cambiante paisaje temporal y, además, nos remontamos mucho más en el conocimiento del pasado. Así que el “horizonte temporal de sucesos” de la humanidad se halla bastantes órdenes de magnitud más alejado que cualquiera de los personales.

Con todo, tarde o temprano, las arenas del tiempo lo van cubriendo todo. En muchas ocasiones, contemplando alguno de los grandes monumentos del pasado, he sentido el desasosiego de quien es consciente de que, mientras me extasiaba con su belleza, millones de partículas estaban dejando de formar parte de su inigualable estructura por la acción del agua, el viento, la polución o las hordas de turistas. Por muchas restauraciones que se lleven a cabo, por restrictivas que resulten las medidas de acceso, llegará el día en que se dispersen las últimas moléculas que ordenadamente formaban parte del último sillar de estas estructuras ingenuamente concebidas para la eternidad. Aún sobrevivirán por eones sus réplicas soportadas en piedra, barro, papel, partículas magnéticas o cualquier material que las futuras generaciones conciban para el almacenamiento de la memoria colectiva. Con todo, habrá un momento en el que se descompondrá la última, más sofisticada y robusta copia, y otro para la desaparición del postrero y más longevo observador.

Aparto mi mirada del pasado y me concentro en el presente. Es difícil saber qué demonios es el presente porque, para cuando mi mente lo percibe, ya es pasado y, si lo que trato es de anticiparme a los acontecimientos, en realidad estoy mirando hacia el futuro. Me siento como el inolvidable Charles Chaplin, desbordado por la implacable cadencia de la cadena productiva en el film “Tiempos modernos”.

Mientras moldeo ese plástico presente que inmediatamente se solidifica en pasado, escudriño el porvenir. Así como el pretérito se percibe como una realidad inamovible y paulatinamente cegada, el futuro se nos ofrece con absoluta nitidez, pero en infinitas alternativas. Elegimos entre ellas, o los acontecimientos que nos rodean eligen por nosotros; cada instante, sin pausa, sabiendo lo que dejamos tras nosotros, pero ignorando por completo las opciones que se hubieran abierto de haber seguido alguna otra de las demás innumerables vías. De hecho, no podemos afirmar con plena certeza que distintas versiones de nuestro yo no hayan escogido otras alternativas y se estén dispersando en la inextricable maraña de los infinitos mundos. Así que somos incapaces de responder a la pregunta de si el porvenir es el compendio de todo lo posible o una especie de pasado a la espera de su confirmación por el libre albedrío ―si es que verdaderamente existe― o por el determinismo oculto del caos solo aparente.

¿A qué se debe la posible incertidumbre sobre el futuro?: ¿Al comportamiento probabilístico de lo cuántico, a la incompletitud de la información en los sistemas de muchas partículas y su conducta caótica, o a ambas razones a la vez? Alternativamente: ¿la libertad de decisión es una ilusión y el único futuro posible está absolutamente definido por los estados microscópicos de todas y cada una de las partículas elementales que constituyen la realidad y las leyes que gobiernan sus interacciones? Por mi parte me aferro a un concepto de futuro abierto, que posibilite la excitante aventura de una existencia sin un mañana preestablecido. No me importa que mi experiencia vital sea tal cual la percibo o que obedezca a un cierto espejismo ocasionado por el lugar que ocupo en el universo, que resulte de una simulación o de una proyección desde una realidad con más o menos dimensiones que las que observo ―todas, posibilidades abiertas a la luz de los últimos conocimientos―, solo deseo permanecer en la sensación de que puedo experimentar, de que me es dado influir con mis decisiones en lo que va ocurrir que, en definitiva, poseo la capacidad de elegir, el derecho a acertar o a equivocarme y, sobre todo, a vivir instalado en la curiosidad permanente, con el plausible propósito de construir un mundo mejor y más amable.

 
 
 

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