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28 junio (1): Iconodulia e iconoclasia

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 28 jun 2020
  • 3 Min. de lectura

Aquí y acullá soplan malos vientos para la piedra y el bronce. Lo mismo se derriban las efigies del general sudista Lee en Charleston o Richmond (EEUU), que se arroja al río la estatua del esclavista Colston en Bristol (Reino Unido), o se pintarrajea a Leopoldo II en Bélgica; por no hablar de los numerosos monumentos erigidos en las Américas para gloria de Cristóbal Colón, o algún otro dedicado a fray Junípero Serra, que han sido dañados. Hasta la imagen de Winston Churchill en Westminster ha tenido que ser protegida por la policía.

La epidemia de martillazos y brochazos tiene su desencadenante en la iniciativa "Black lives matter", que nace de la legítima indignación de la población afroamericana por la manifiesta, y ya secular, discriminación racial practicada alevosamente por la policía norteamericana. En cualquier caso, quiero distinguir esta más que justificada reacción ante el segregacionismo sistémico encubierto, que todavía impera en la mayoría de los países desarrollados, de la virulenta iconoclasia desatada. Y lo hago porque no puedo menos que percibir, sí, aunque sorprenda y resulte paradójico, un cierto tufillo a supremacismo anglosajón en estas actuaciones. Queridos lectores, si aún no habéis reparado en ello, las figuras históricas que mayoritariamente han sufrido los efectos de la indignación de las masas han sido las de orígenes latinos; cuando yo, llamadme ingenuo, creía que al norte de aquel continente la trata de esclavos y su explotación era, sobre todo, cosa de los pálidos colonos llegados de las Islas Británicas. Hasta los mismos denominados "Padres Fundadores de los Estados Unidos de América" poseían esclavos negros y, aunque adoptaron algunas resoluciones en favor de estos oprimidos, nunca abolieron por completo el oprobioso régimen por el que personas humanas eran reducidas a la condición de objetos.

En cualquier caso, y empleando el mismo giro argumental que en algún otro artículo anterior, digo que no quería hablar de la legitimidad o equidad de estos ataques, sino de la iconodulia y la iconoclasia. ¡Qué empeño el de los hombres en perpetuarse en piedra o metal! Viene de antiguo, tanto como la manía de otros hombres de destruir cualquier efigie o mención al enemigo, vencido o ya difunto. Así, baste con citar un par de ejemplos: Akenatón, hace más de tres mil años, erigió toda una nueva capital de Egipto a su gloria, la de su esposa Nefertiti y sus hijas; mientras que, sus inmediatos herederos en el trono, recurrieron al sistemático borrado de su nombre en todos los jeroglíficos que hallaron y, claro, al aporreamiento de sus imágenes. De la misma manera, y más de treinta siglos después, el régimen baazista de Irak llenó el país de esculturas y fotografías del dictador, Saddam Hussein, para que los norteamericanos y sus aliados procedieran a su demolición tan pronto ocuparon la capital y las principales ciudades.

Fútiles son, pues, los esfuerzos por alcanzar la eternidad por la vía del culto a la personalidad. Si yo hubiera ganado celebridad por el motivo que sea, me habría asegurado de que no se me dedicara homenaje alguno (tampoco los nombres de calles y plazas resisten el escrutador e inquisitorial ojo de la historia); porque, mis queridos amigos, me duele más la ignominia del seguro borrado que complacen los nunca unánimemente otorgados honores.

Pero, perdonad la reiteración, tampoco quería hablar de eso, o no solo de eso. Lo que al final más me inquieta es que esto de hacer añicos las imágenes suele suceder cuando las civilizaciones agonizan y, desesperados y fanatizados, se entregan a la destrucción de todo lo que fue símbolo de su opresión o de la cultura detestada. Recordad que el paso de la Edad Antigua a la Media lo marcaron las estatuas clásicas desnarigadas, con los genitales amputados y una cruz cincelada en sus otrora altivas frentes.

¡Ah! Doy mi palabra que este artículo se escribió antes de que Luis Arroyo publicara en Infolibre otro, con título y algunos contenidos y consideraciones similares, aunque, por supuesto, con la impronta de otra pluma. Pese a ello, he decidido que el mío también vea la luz y, picado por la incómoda coincidencia, sin propósito de sentar precedente, os largo dos artículos más.

 
 
 

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