27 septiembre (2): Jubilado
- Javier Garcia

- 27 sept 2020
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Hoy hace año y medio que completé mi última jornada de trabajo retribuido. Tiempo suficiente, creo yo, para saber de qué va esto de la jubilación. De la jubilación venturosa, añado, porque, por suerte, el tránsito no me ha arrastrado a la exclusión y la pobreza, como a muchos otros infortunados cotizantes.
Percibo esta experiencia bajo el mismo prisma que los duelos, en los que se van sucediendo las etapas y los estados de ánimo. Contrariamente a lo que ocurre tras el deceso de un ser querido, la primera sensación del jubilado es de euforia. De hecho, inmediatamente después de liberarnos del trabajo, siempre alienante, nos invade un nuevo ímpetu para hacer muchas cosas; algunas largamente postergadas por la falta de tiempo. Entramos, pues, en la primera fase del nuevo estado que yo denomino de las "eternas vacaciones". Ayuda a esta sensación lúdica el que solamos trufar esos primeros compases de nuestra nueva vida en libertad con viajes soñados y experiencias siempre diferidas. Dependiendo de los recursos económicos de cada uno y de la resistencia que se muestre ante el ocio, creedme que siempre extenuante, esta luna de miel (con uno mismo o con su pareja, si la tiene) suele durar entre unas pocas semanas a seis meses. Después, caemos en la cuenta de que lo vacacional ha de ser ocasional, al menos intermitente, de modo que, entre holganza y holganza, algo hay que hacer de eso que antaño calificábamos de "productivo".
Pasamos así a la segunda fase del pureta: la de las "neuronas inquietas". Nos reivindicamos como todavía capaces y en extremo experimentados, así que no suele ser extraño que nos aventuremos a irrumpir en nuestra antigua empresa, primero bajo el pretexto de la visita de cortesía (que los interlocutores gestionan conteniendo la contrariedad que les ocasiona), para más tarde proponer alguna fórmula de colaboración, que suele ser amable, pero rotundamente desestimada. Como en este estadio somos inasequibles al desaliento, ante ese primer contratiempo no es difícil que decidamos constituirnos en trabajadores por cuenta propia y tratemos de vendernos como consultores independientes o, en el caso de los más osados, los de las neuronas más saltarinas, optemos por crear una nueva empresa con cuatro perras, el niño de contable y el cuñado como recadero. La tentación neuronal es tan fuerte que, pese a perpetrar el disparate con plena consciencia de ello, yo mismo he sucumbido al dislate de soñar con el nuevo oficio de escritor. De hecho, además de este onírico blog, que mantengo contra el viento de su poca popularidad y la marea del cansancio, escribí una colección de veinticuatro cuentos que, fútilmente esperanzado, ando presentando a cualquier editorial del que conozca el contacto.
La vida es cruel con los que, llevados por la edad y la desocupación, levitan, despegan de la realidad y, claro, cuando la gravedad hace sentir su presencia, se dan de bruces con el duro suelo de lo tangible. Ni seremos exitosos consultores, ni fundaremos una de esas empresas "gacela" de rápido crecimiento ni, por supuesto, hallaremos ningún editor dispuesto a publicar un manuscrito de un desconocido provecto con ínfulas de superventas que, eso piensa el requerido, mejor estaría cómodamente apoltronado, en pantuflas y bata, sin dar la lata a quienes todavía les abruman sus ocupaciones.
Y así, tras dar con nuestros huesos sobre la correosa superficie de lo obvio, entramos en la fase más dolorosa de todo el proceso, la de la necesaria "aceptación de la irrelevancia". Sí, mis queridos colegas, viejos y nuevos, dejaremos de oír el teléfono definitivamente, de recibir miríadas de correos electrónicos (a partir de un cierto momento solo nos machacarán bancos y telefónicas con sus ofertas) y pasaremos a la discreta condición de trasparentes.
Cuando asumamos de verdad que nada profesionalmente relevante nos va a volver a suceder, que el dinero y la salud siempre serán menguantes, cuando comprendamos que todavía tenemos mucho que hacer, que seguimos siendo importantísimos, pero solo para nuestros seres queridos y amigos, cuando nos despertemos cada mañana plenamente conscientes de que ese va a ser el mejor día de los que nos restan, en ese preciso instante, entraremos en la fase más jubilosa de todas las que el retiro conlleva: la de la "paz" con nosotros mismos. De las que siguen mejor no hablamos.

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