27 abril: Primavera
- Javier Garcia

- 10 may 2020
- 4 Min. de lectura
Como en la película protagonizada por Ellen Page y Leonardo Dicrapio, "Origen", me despierto de la pesadilla al sueño. Me despabilo en medio de una onírica primavera (la real ya está también aquí, pero no lo parece). Me acaricia un sol tibio y reconfortante. Sin abrir los ojos, inspiro con todas mis fuerzas. Es el tiempo de la flor del sauco, omnipresente al borde de ríos y veredas, así que enseguida percibo su fragancia, entre dulce y empalagosa, mientras mis párpados se abren a la luz; una luz sin el filtro invernal, rotunda, que degrada los brillos y realza los mates. Según me habitúo a la creciente luminosidad, puedo contemplar y oír el agitado baile de las hojas en la cúpula arbórea al son de la brisa. Pero... ¡escuchen! Otro instrumento deja sentir sus notas: es el browniano vuelo de un inocente abejorro, solo preocupado de elegir el mejor néctar entre un sinfín de coloreadas y alambicadas copas florales. Las algodonosas nubes generan patrones únicos de repetición imposible mientras ocultan o descubren a nuestra rutilante estrella. Me alzo y pongo los pies sobre un blando y mórbido césped, me parece tan acogedor que, a pesar de que vengo del supino, otra vez me tiendo sobre esta verde e insuperable alfombra, en esta ocasión en decúbito. Pongo mi nariz y ojos a pocos centímetros del suelo, abriéndose ante mí todo un mundo nuevo: las vellosidades de las hojas más jóvenes, el quehacer ininterrumpido de las hormigas, el azaroso reptar de los anélidos o el vacilante caminar de los escarabajos. La vida bulle, en apariencia alegre, eufórica tal vez, ante tanta abundancia y el emergente calor. Levanto mi cabeza y, así, me llega el sonido algo más lejano de un infinito coro aviar, un tanto desconcertado pero pletórico, inasequible al cansancio. Me incorporo y, protegiéndome con la palma de la mano, dirijo la vista a las distantes montañas. Ya queda muy poca nieve, solo en los puntos más elevados; le ha ganado el pulso el esmeralda que, en pocas semanas, también habrá dejado atrás el ocre de las plantas quemadas por la helada. Todo es insultantemente verde, desde la hierba que amortigua mis pisadas hasta la foresta más alejada. Comienzo a andar, despreocupadamente, sin ningún destino concreto. Ya me acerco al río; a la jerigonza de aves e insectos se une la percusión del agua sobre la piedra, que fluye imparable, inacabable, entre espumas y redondeados cantos, hacia donde el valle se ensancha y civiliza. Nuevos olores llegan a mi pituitaria: los de los moluscos de agua dulce, las larvas de los insectos y las algas, mientras me siento en una piedra plana, rodeada de turbulentas corrientes. Tengo mis pies sumergidos en esa agua, tan agradablemente gélida, tan traviesa y cosquilleante; parecen más blancos que nunca, como si el líquido sagrado los devolviera al periodo de su mejor lozanía. No pienso en nada, los sentidos me ocupan completamente, solo percibo: veo, huelo, oigo, toco... casi paladeo los sabores de tan desbocada explosión de vitalidad. Serenidad, sí esa es la palabra que mejor define mi estado; no me ocupan las pasiones ni las calculadas decisiones, por unos minutos solo somos esa maravillosa naturaleza que me rodea, que me acoge hospitalaria, que me invita a compartir toda su grandeza y yo, conmigo mismo. Me gustaría que se detuviera el tiempo, permanecer en este estado de quietud y ensimismamiento, hipersensible ante el menor movimiento, la más mínima vibración o la más insignificante pista olfativa. Repentinamente, brilla el relámpago y, tras un corto hiato, suena trémulo el trueno. Se acercan nubarrones amenazantes con abrir todas las fuentes del Estigia. Después de un rato, comienzo a calarme, cae una lluvia copiosa, grosera y veloz; ya no se ven las montañas ni se escucha a los pájaros, solo es el golpear de las gotas que revientan coronadas. Tras la próxima cerca me mira un asno de patética estampa, resignado a soportar el manar del agua desde sus descomunales orejas; el chaparrón lo ha apartado de su rutinaria masticación; hierático y estoico, espera que amaine para otra vez reverenciar el bendito suelo que lo alimenta. Al perfume del sauco lo ha sustituido el fresco olor a la tierra mojada. Un pequeño gorrión me observa desde su atalaya, protegido por una titilante hoja de roble que, con la precisión de un reloj, vibra periódicamente al ritmo de la gotera que la agita. La tormenta ha hecho descender drásticamente la temperatura, un escalofrío me aconseja retirarme y desentumecer los ateridos músculos ante un reconfortante fuego y una taza de té caliente. Me pongo en pie dolorosamente sobre los multiformes guijarros y, titubeante, salgo del cauce. Compongo como puedo mi chorreante figura, me calzo y, con cierto pesar, me dispongo a transitar por esta Arcadia. El cielo se abre, el sol vuelve a brillar a través de la estrecha ventana que las nubes le ofrecen, iluminando el último aguacero. Luce el arco iris esplendoroso y, como los guerreros nórdicos caídos tras la batalla, tomo su camino al paraíso. No quiero despertar del sueño a la pesadilla.

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