26 julio (1): Bancos con bancos
- Javier Garcia

- 26 jul 2020
- 3 Min. de lectura
Pese a que sus gurúes nos catequizan con lo importante que es diferenciarse de los competidores, los financieros aplican poco ese cuento a su propio negocio. Esa es, al menos, la impresión que transmiten los bancos al haber emprendido, todos a una, como en Fuenteovejuna, la remodelación de sus sucursales. Remodelaciones que, si no fuera por algún pequeño detalle de imagen corporativa, resultarían perfectamente intercambiables e indistinguibles para un observador solo preocupado por la suerte de sus ahorros.
Por supuesto que no quedan ni vestigios de aquellos excesos neoclásicos que tanto gustaban en los tiempos del manguito y la visera. Aunque los bronces de Hermes o Atenea aún presiden los más exclusivos cantones de las capitales, son solo el recuerdo de un pasado ostentoso, en el que la solidez financiera se medía por el perímetro de las columnas jónicas que adornaban las fachadas de las oficinas centrales.
Pasó el tiempo, y se abandonaron los granitos, pero no del todo el alarde de recursos. Los sustituyeron unas lustrosas y funcionales carpinterías en acero inoxidable, cegadores muros cortina y enormes luminosos que gritaban orgullosos al mundo quiénes eran los propietarios de aquellos rascacielos.
Digamos que toda esa pompa era propia de la banca clásica, aquella cuyo negocio era prestar dinero a particulares y empresas, para que los deudores les devolvieran lo acreditado con creces. Pero llegó la financiarización de la economía, y los bancos se hicieron dueños de las empresas industriales y los servicios esenciales, otrora pilotos del dinero. Los productos, de consumo o de equipo, pasaron a un segundo plano económico, inaugurándose el imperio del low cost y la deslocalización de las plantas de fabricación. Lo importante era el juego bursátil globalizado, el frenesí de las valorizaciones en permanente sube y baja.
Las clases media y trabajadora y las PYMEs, que antaño contaban con cierta capacidad de gasto, cayeron en la insolvencia en sintonía con la irrelevancia de la producción. De pronto, quienes habían vivido la euforia de la creación de valor de la nada, comprendieron horrorizados que sus clientes no tenían capacidad adquisitiva, ni siquiera para endeudarse mínimamente. Reaccionaron prestos, imponiendo políticas públicas de contracción del gasto y férreo control inflacionario, todo con el propósito de que, quienes debían comprar para que el baile continuara, pudieran suscribir préstamos a muy bajo interés.
Por un tiempo, el triple mortal con tirabuzón ha funcionado. Pero, claro, como las economías domésticas y las de las pequeñas empresas han entrado en una espiral descendente hacia el abismo de la bancarrota, el curso de los precios no puede sino encaminarse por la vía de la deflación. Así lo han reconocido los bancos centrales que, desesperados por recuperar el pulso de la actividad económica, han llevado a los tipos oficiales a la nulidad e, incluso, al espectro negativo.
Y... ¿cuál es ahora el negocio de los bancos? Les ha pasado como al escorpión de la fábula que, en medio del río, le pudo su instinto y clavó su aguijón venenoso en el cuerpo de la tortuga que lo estaba ayudando a vadear la corriente. Por mor de su impuesta política de míseros salarios y draconianos aprovisionamientos, su mercado de toda la vida ofrece una rentabilidad ínfima, así que se han tenido que reinventar. Su máxima actual es cobrar por todo: comisiones en casi cualquier operación, por custodiar el dinero de los clientes (han reconocido que están prestos a ello), por las tarjetas de débito y de crédito, por las transferencias bancarias... y, como aun con eso no basta, pues esquilman a los más adictos de la deuda con productos de intereses astronómicos (como las tarjetas "revolving"); y, sobre todo, venden. Se han transformado en comercializadores de casi cualquier cosa y, para ello, han convertido a los escasos bancarios que les restan en buhoneros. Lo mismo te colocan un seguro del hogar que te endosan... ¡un colchón! (y esto último es rigurosamente cierto y literal).
Así que, querido lector, aquellos reservados protegidos por cortinillas que preservaban la intimidad del cliente, los pulidísimos mármoles o los enmoquetados intimistas están de sobra, y por eso las reformas. Ahora que no hay nada que deliberar con sosiego e impera el mercachifleo más superficial, propio de un rastro, priman los espacios diáfanos y el mobiliario frugal (por lo barato). Eso sí, te invitan a un café mientras te proponen la adhesión a un seguro médico privado o te ofrecen un televisor de última generación.
El siguiente paso, disuasorio de la gestión presencial, será el de los bancos corridos, deliberadamente incómodos, y silenciosos pese a la impuesta proximidad; todo lo contrario que sus venerables predecesores, los escaños de antaño, concebidos para la relación y mórbidos auditorios de los viejos relatos al calor de la lumbre.

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