25 abril: Bien educados
- Javier Garcia

- 10 may 2020
- 2 Min. de lectura
Cada vez que un dios desata su ira sobre nosotros la primera ofrenda que le sacrificamos en la pira de su arrogancia es la educación. Como cualquier astuto extorsionado, de lo que antes nos desprendemos es de lo que menos valoramos, confiando apaciguar al chantajista al menor coste posible.
¡Claro! La peor formación no engrosa la lista de los desempleados, tampoco detrae ni una sola cifra del Producto Interior Bruto, ni siquiera altera el pulso de las cotizaciones.
Así hemos procedido ante la amenaza del coronavirus: clausurando las aulas hasta nuevo aviso, proponiendo como sucedáneo la enseñanza on line y confiando la evaluación de los conocimientos adquiridos a la realización de trabajos de corta-pega y de tests calificados por algoritmos.
De repente, hemos descubierto que los profesores son perfectamente prescindibles, que la socialización del conocimiento no tiene la menor relevancia, ignorando la evidencia científica de que llevamos millones de años aprendiendo de nuestros semejantes más experimentados.
Olvidamos, en fin, que los alumnos más desfavorecidos carecen del entorno doméstico requerido para el ejercicio de su intelecto, que no disfrutan de una conexión a internet medianamente rápida, que ni siquiera cuentan con las herramientas electrónicas e informáticas de última generación.
En cuanto a los profesores, por arte de encantamiento, hemos decretado que todos son expertos en el desarrollo de contenidos educativos, ¡y todo ello sin haberles impartido ni un maldito tutorial de Power Point!
Como desafortunadamente muchos padres confunden la igualdad de oportunidades con un absurdo e inexistente derecho al título, para no desairarlos y evitar el conflicto, se prevé un aprobado masivo y el pase al siguiente curso que, seguro, naufragará ante el dilema de dar por desarrollado el programa del previo, o dedicar buena parte de sus horas lectivas a insistir en las materias supuestamente superadas.
A largo plazo, las consecuencias de esta imperdonable ligereza serán dos: la deficiente preparación de toda una generación y el descrédito de las titulaciones.
Lo pagaremos más pronto que tarde y, sí, en dinero contante y sonante, pero también, y sobre todo, en el aumento de la desigualdad; de la que discierne entre la educación pública y la privada. Porque, mis queridos amigos, las elites económicas siempre se forman en la segunda, y la calidad se la suponen cuando está en juego la valoración y el futuro profesional de sus vástagos.

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