24 mayo (1): De Dorian Gray y otras criaturas mitológicas
- Javier Garcia

- 24 may 2020
- 3 Min. de lectura
Hace solo tres meses, era uno de esos insolidarios privilegiados que, desoyendo las súplicas para que alargara mi carrera profesional y sin consideración alguna para con el maltrecho fondo de las pensiones, acababa de empezar a disfrutar precozmente de mi condición de jubilado.
Como el valor al término de mi servicio militar, se me suponía una condición física envidiable; ya que, generalizando, que es gerundio, los sesentones de hoy habíamos sorteado la condición de ancianos para instalarnos en una casi inmutable madurez, pletórica de salud y energía. Con una esperanza de vida en crecimiento exponencial (a punto de alcanzar la inmortalidad, según algunos iluminados), nos esperaban la cuarta... y hasta la quinta edades. A mis años no había, pues, que preocuparse de la parca, que muy bien tendría que aguardar cuatro décadas más para cosecharme con su guadaña.
Se conjeturaba, igualmente, sobre lo saludable de mi economía y finanzas (¡cómo podía ser de otra forma, habiendo engordado un par de planes de pensiones durante tantísimos años!). Así que, como público objetivo preferente, me bombardeaban con propaganda de viajes a playas paradisíacas, donde gozar, junto a mi estupenda esposa (o cualquier otra acompañante, reclutada a golpe de página de citas), de sus blanquísimas arenas y aguas esmeraldas, embutido en bermudas de marca y degustando recién braseadas langostas, regadas con los más exóticos cócteles.
Mi retrato robot, el que estos burlones desalmados empleaban para seducirme, era el de un espigado y enjuto anglosajón, de edad impostada, inmensos iris azules y con abundante cabellera plateada; ignorando, claro está, los ojos castaños, mi verdadera estatura y esa odiosa calvicie que "luzco" sobre mi coronilla, a la manera de monacal tonsura. Así, oponiendo el ideal estético occidental a la real imagen, igual hasta me convencían para empezar la guerra al deterioro mediante ungüentos regeneradores, implantes capilares y las más variadas intervenciones dermoestéticas. Todos esos ridículos afeites dejan, por si no lo sabéis, inmensos márgenes comerciales a costa de los, cada vez más numerosos e ingenuos, Dorian Grays.
Pero llegó el coronavirus, y resultó que era población de riesgo por mi "avanzada edad". Los mismos que trataban de engatusarme con tanto ditirambo, y el ánimo inconfesable de minimizar mi coste social, me espetan ahora lo que ya pensaban antes y lo que, por naturaleza, es la verdad: que soy un viejo.
Se acabaron, pues, mis quintos, los paños calientes. Hasta sobran los viajes del IMSERSO y los eufemismos con los que se calificaba a las residencias. Ahora, creo, vuelven a ser asilos. Sí, de esos donde se aparcaba a quienes no podían valerse por sí mismos, ni contar con la imprescindible ayuda doméstica. Bueno, la realidad ha sido aún mucho más cruel: concebidos como negocio, mal dotados de medios y sin atención profesional, se han rebelado como el caldo de cultivo idóneo para que la eutanasia involuntaria haya hecho estragos.
Alguno se consolará de todas estas calamidades apelando a ese supuesto acomodo económico que, tras tanto esfuerzo, cree haber conseguido. Pero, siento desencantarlo, los planes de pensiones cotizan tan a la baja que no valen un pimiento. Y menos que valdrán cuando los rescatéis y el fisco os rebele el verdadero montante de vuestro afán ahorrador.
Pero no hay mal que por bien no venga, al menos, los que ahora os asomáis al precipicio laboral de los cincuenta y tantos, podéis extraer esta útil enseñanza: que no os vengan con la patraña de que estáis en vuestro mejor momento profesional; de que, por el bien de las finanzas públicas y aun de la salud propia, debéis alargar vuestra etapa laboral hasta los sesenta y siete y, dentro de muy poco, hasta los setenta años. La vida, amigos, se disfruta aquí y ahora. No fiéis a mañana lo que podáis gozar hoy.

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