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23 mayo 2021 (1): Hacia la quinta edad

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 23 may 2021
  • 6 Min. de lectura

La vieja aspiración del ser humano de vivir indefinidamente o, al menos, de alargar considerablemente su existencia, ha cobrado un nuevo impulso con el conocimiento que se está acumulando sobre la compleja y más íntima maquinaria de la vida. Son muchos los equipos científicos que trabajan en torno a las enfermedades degenerativas, el envejecimiento y la muerte; y lo hacen desde perspectivas muy distintas; algunos se conforman con modestos avances, generalmente relacionados con la prevención y cura de los grandes azotes de la humanidad: las afecciones cardiovasculares, el cáncer y las distintas demencias asociadas con la edad, mientras que otros elevan el tiro y se sumergen en la compleja tarea de desliar la inextricable madeja de genes, transposones, telómeros, histonas y otros marcadores epigenéticos a la búsqueda de una fórmula que no solo evite los males asociados a la edad, sino que, incluso, sea capaz de reprogramar completamente las viejas células para devolverles la lozanía perdida.

En este debate hay quienes apuestan por una revolución biológica inminente, que nos va a hacer prácticamente eternos, mientras que otros sostienen que la curva de aumento de la esperanza de vida está perdiendo pendiente y que, al cabo de un cierto tiempo, no se experimentará crecimiento apreciable de este parámetro estadístico. Si me tengo que posicionar en este debate, reconociendo antes de nada mis limitadísimos conocimientos biológicos, yo me situaría entre los más pesimistas; creo que la esperanza de vida media depende mucho más del nivel de justicia social alcanzado y del acceso universal al derecho a la salud que de los avances biomédicos. Así que, en un mundo donde no está nada claro que los que viven en condiciones muy precarias (por la escasez de alimentos, la falta de higiene, la ausencia de un mínimo confort y una limitadísima atención sanitaria) vayan a mejorar su status en un tiempo razonablemente corto, y donde aquellos que antes se situaban entre la denominada clase media de los países desarrollados están experimentando una pérdida notable de su calidad de vida, es muy difícil que la expectativa de una más larga existencia se confirme en la práctica; más aún, si tenemos en cuenta otros problemas asociados a la modernidad como la contaminación ambiental (de cuyos perniciosos efectos sobre la salud hablan numerosos trabajos científicos), el cambio climático, la globalización de la alimentación basura, la vida sedentaria, el estrés laboral creciente y la inseguridad en el futuro, propios del sistema económico imperante, que también dañan la salud de miles de millones de personas en todo el mundo.

Obviando temporalmente todas esas consideraciones socioeconómicas y centrándome en lo estrictamente científico, también llego a la misma valoración pesimista. Sospecho que el elixir de la juventud nunca consistirá en una única y milagrosa pócima; por el contrario, es más que probable que haya que actuar sobre centenares, si no miles, de genes y, también, sobre sus igualmente numerosos interruptores epigenéticos. Todo esto representa un reto de dimensiones colosales ya que, para afrontarlo con éxito, habría que tener un conocimiento profundo de todo el código replicante y sus complejas funciones. En el peor de los casos, y tras alcanzar los últimos objetivos de decodificación e interpretación funcional, podríamos hallarnos ante la desagradable sorpresa de que la manipulación exigida para la extensión significativa de la esperanza de vida pudiera desencadenar otros procesos indeseables que darían al traste con el empeño.

Dicho todo esto, y bien entendido que soy de los que no creo que ya haya nacido quien llegue al siglo XXIII, ni siquiera que la expectativa de vida aumente significativamente en las dos próximas décadas, supongamos por un momento que, efectivamente, la ciencia da con un sorprendente, aunque caro, tratamiento que posibilita un aumento de la esperanza de vida y del tiempo vivido con calidad de, digamos, treinta años. En ese imaginario escenario sería normal fallecer en algún momento de la duodécima década de la existencia (llegando algunos privilegiados a la décimo cuarta) y mantenerse activos hasta prácticamente el siglo.

En este punto debo volver a las condiciones sociales bajo las que esta revolución biológica pudiera tener lugar. Podríamos estar hablando del actual mundo globalizado y neoliberal o de un nuevo marco de convivencia donde la igualdad entre todos los seres humanos fuera el paradigma imperante.

Si el descubrimiento del “elixir” se produjera en la bien conocida sociedad de hoy, ya sabe el lector lo que ocurriría: solo una minoría de privilegiados tendrían acceso al tratamiento. Esta circunstancia, junto con la más que probable de que también otros caracteres en parte hereditarios, como la belleza o la inteligencia, pudieran verse beneficiados por el avance de la ingeniería genética, haría que las diferencias de clase, por vez primera en la historia, no se limitaran a las posesiones materiales, sino que también se somatizaran en hombres biológicamente distintos. Lo que resulta de todo esto es un mundo de pesadilla, en el que el racismo tendría la justificación de la diferencia, la declaración universal de los derechos humanos manejaría varias versiones y el esclavismo retornaría por sus fueros, si es que es cierto que alguna vez se hubiera ido. No auguro a semejante sociedad un largo recorrido; perecería consumida por la más brutal represión o las sangrientas revueltas desencadenadas.

Valoremos ahora la segunda alternativa, esa en la que una sociedad igualitaria permite el acceso universal al tratamiento contra el envejecimiento y todas las personas elevan su horizonte de esperanza existencial tres décadas. A poco que se reflexione, no se le escapa a nadie que esta opción tampoco sería el retorno al Edén del que dios expulsó a nuestros primeros padres. Para empezar, algo habría que hacer en relación a la natalidad; ante vidas tan prolongadas habría que restringir el derecho a la reproducción. Ni siquiera sería posible autorizar un hijo por pareja; ¿qué haríamos?: ¿Sortear el premio de la descendencia? ¿Esterilizar masivamente? ¿A quiénes, bajo qué criterios mínimamente equitativos?

Otro problema de idéntica envergadura sería el del empleo. En una sociedad donde la escalada de la automatización está ya exigiendo el recorte de la jornada laboral no parece una solución razonable extender varias décadas el tiempo de trabajo previo a la jubilación. Y, si esa es la opción, algo habrá que hacer para que los trabajadores mantengan su capacidad de formación y de adaptación a las nuevas tecnologías por tan largo espacio de tiempo.

Con todo, e independientemente del escenario escogido, el individualista e insolidario o el igualitario, creo que el ser humano, como sospecho que el resto de los animales, no está biológicamente adaptado a tan larga existencia. El principal problema que encararía sería el de la ruptura con la lógica de la sustitución generacional: en esa situación sería moneda de cambio corriente la coexistencia de cinco generaciones (en casos excepcionales, hasta de seis). Esto significaría familias demasiado largas (por más que el índice de natalidad siguiera retrayéndose) que, muy probablemente, presentarían serias dificultades a la hora de mantenerse mínimamente conexas. En general todas las relaciones personales estarían sometidas a la durísima prueba del tiempo; y aquí me pregunto: ¿es realmente eterno el amor? ¿Cuántas parejas podrían convivir durante, por ejemplo, nueve décadas?

Dejemos a un lado a los próximos y repleguémonos al yo más íntimo: el súper centenario tendría que asumir una vida laboral de, tal vez, ochenta o noventa años. ¿Habría alguien capaz de soportar eso? Da igual si todo el desempeño profesional se realizara al servicio de una única entidad y haciendo siempre la misma rutinaria tarea (el tedio alcanzaría niveles inimaginables hasta para los más refractarios a la evolución) que si la vida laboral fuera extraordinariamente dinámica (no veo a nadie capaz de asimilar tanto cambio a lo largo de tan dilatado espacio de tiempo). Por no hablar otra vez del necesario e ininterrumpido aprendizaje y la adaptación a las nuevas tecnologías; reflexione el lector en torno al ejemplo actual de alguien que habiendo nacido en los primeros años del siglo XX, tiempo en el que el transporte terrestre estaba dominado por los carros de tiro animal, estuviera todavía activo a principios del siglo XXI y, consiguientemente, inmerso en una vida bajo la égida de internet; es tal el abismo técnico abierto por el tiempo que ese superhombre tendría que haber cambiado, no ya de métodos o herramientas, sino de oficio o profesión en varias ocasiones.

Creo, en definitiva, que la vida puede ser soportable e, incluso, maravillosa, si la persona mantiene vigentes ciertas expectativas; sean estas de la naturaleza que fueran. Es muy dudoso que eso sea posible por tantas décadas; como he dicho antes, ni siquiera es evidente que los lazos afectivos más íntimos perduren, cuanto más las vocaciones profesionales, las aficiones, los gustos y todos aquellos estímulos menores que, en su conjunto, tanto contribuyen a que la existencia resulte realmente grata y merezca la pena experimentarla.

La conclusión de todo este desordenado razonamiento es que, siendo inevitable el progreso científico (movido por la inagotable curiosidad humana y, también, por qué negarlo, por el ánimo de lucro) e imparable la marcha hacia Shangri-La, confieso secretamente mi deseo de que los avances en esta materia se produzcan de la manera más paulatina posible. Que, en definitiva, se tarde mucho en alcanzar los objetivos planteados y que, por tanto, se dé tiempo a que progresos en otras disciplinas y, sobre todo, cambios sociopolíticos de calado alumbren un mundo capaz de acoger semejante revolución demográfica sin menoscabo del humanismo y el medio ambiente.

 
 
 

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1 comentario


Luis Fernandez Ovalle
23 may 2021

yo, que, como tú bien sabes, sé mucho de biología, lo resumiré en pocas palabras, manipulación genética igual a puritito biofascismo

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