23 enero 2022 (1): Ahogarse en un vaso de agua
- Javier Garcia

- 23 ene 2022
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Desde siempre había reparado en que a las personas mayores las abrumaba cualquier nimio problema, que se ponían nerviosas ante la más pedestre gestión y que vivían con desazón cualesquiera lances que sobrevinieran a su descendencia. Frustrante constatación cuando uno sueña con un retiro sosegado y sin mayores dolores de cabeza. Ingenuamente y para mi tranquilidad de entonces, no temía incurrir en tales conductas o actitudes basándome en mi razonable dominio de las tecnologías de la información y el hábito de lidiar con complejos problemas en el contexto de mi actividad profesional.
Y, sin embargo, aunque todavía en un estadio leve de afección, veo hoy crecer en mí este síndrome sin que el componente racional de mi psique pueda hacer mucho por frenarlo. Sospecho, aunque tal vez incurra en la arrogancia al inferir lo indefectible desde la experiencia exclusivamente personal, que por lo que estoy pasando es un proceso fatal y de morbilidad universal.
Resignado a ser uno más (¡cuántas veces descubrimos que no somos únicos!), me pregunto sobre la causa o causas de esta molesta deriva mental que tanto desasosiego innecesario conlleva. Puede que se trate de algo biológico, de no sé sabe qué aumento o disminución de la secreción de tal o cual hormona o de este o aquel neurotransmisor; también puede que el origen de la inquietud resida en el escaso entrenamiento ante las complejidades de la vida ordinaria y el creciente desfase con la evolución de las herramientas y procedimientos burocráticos o, en última instancia, deberse a que la experiencia acumulada nos hace percibir la relevancia de lo aparentemente intrascendente.
Creo que todo influye, que la actitud, prudente en demasía, cautelosa, y hasta medrosa, propia de la ancianidad obedece a un buen número de razones que actúan sinérgica y simultáneamente.
De todos los síntomas apreciados, creo que el que más me perturba es la desaforada empatía. Padezco con el sufrimiento ajeno en mayor medida que antaño y, sobre todo, vivo como propios todos los contratiempos, sinsabores y padecimientos de mis hijos, de mi mujer, de mi hermana y hasta de mi perro. Y, lo que es peor, mis diagnósticos sobre esos problemas suelen ser sombríos más allá de lo razonable, de modo que debo hacer esfuerzos por simular despreocupación y optimismo ante los afectados.
Afortunadamente, cuando corro el peligro de sumirme en esas oscuras reflexiones, aún acude en mi socorro el raciocinio y me descubre que soy muy afortunado, que tanto mis allegados como yo gozamos de una más que satisfactoria salud, que nuestra posición socioeconómica es modesta pero confortable, y que ninguno de los retos que cotidianamente encaramos son de esos de imposible superación.
Al cabo, si el problema es resoluble, ¿para qué me preocupo? Y, si no lo puedo solucionar, ¿para qué me preocupo? Si me ahogo que sea en el mar proceloso y no en un vaso de agua.

De todas formas todas esas sensaciones en muchos casos se ven influenciadas por el carácter individual ya que siempre han existido los que ven la botella medio llena y los que la ven medio vacía, los más responsables y más superficiales, los optimistas y pesimistas. En mi infancia los representaban los personajes de un tebeo, hoy llamados cómics: Don Pésimo y Don Optimo