23 abril: Valor y precio
- Javier Garcia

- 10 may 2020
- 3 Min. de lectura
Todos sabemos que, en estos malhadados tiempos, nuestros ahorros peligran; cuanto más modestos más peligran. Por eso, y pese a que varios de mis lectores sois expertos en la materia y yo un osado lego, voy a hablar de economía para, entre todos, intentar comprender el porqué de este exacerbado riesgo.
Hay que hacer historia, y remontarse al instante en que se inventó el dinero. Se puede decir, sin temor a equivocarse, que con el metálico nació el préstamo y, con este, la necesidad de estandarizar la cuantificación de la riqueza.
Como los primeros prestamistas eran joyeros, recurrieron al oro como patrón. La elección no estuvo exenta de problemas, porque las monedas acuñadas en el noble metal se desgastaban con el uso; lo que significaba que su valor nominal crecía paulatinamente frente al de su oro (ya veis que la inflación es consustancial a la monetarización).
En cualquier caso, en aquellos primeros tiempos las actividades financieras estaban garantizadas porque al banquero se le requería contar con los recursos propios suficientes para otorgar los créditos y, así, poder hacer frente a los impagos.
Esta racional caución fue derogada en la Edad Moderna, momento en que vio la luz el denominado sistema de reserva fraccionaria que, en román paladino, significa que al prestamista solo se le exige refrendar su capacidad crediticia con un pequeño porcentaje de lo que financia (en claro contraste con los avales demandados al prestatario).
Si a esto añadimos que, en tiempos más cercanos, la escasa reserva requerida consistía en un apunte de dudosa correlación con el patrimonio real, entenderemos que en ese momento se otorgó a los bancos privados la potestad de crear dinero de la nada. Poder que en 1971 se tornó omnímodo al decidirse que el oro dejaba de ser el patrón último de referencia, de modo que la capacidad crediticia no se viera limitada por la cantidad del metal en circulación.
Así que, mis queridos amigos, las finanzas actuales se sostienen inestablemente sobre el mismo truco de prestidigitador que la denominada estafa piramidal; con solo dos ventajas: que el número de nuevos incautos está garantizado y a los prestatarios los disuade de la morosidad el aparato represor del estado.
Así las cosas, el dinero es fútil y lábil, sobre todo cuando acontecimientos extraordinarios ahogan la demanda de nuevos créditos y la situación económica de muchos es tan precaria que se hace imposible la devolución de las antiguas deudas.
Eso está sucediendo en la actualidad con el coronavirus dichoso como causa y pretexto. Así que nuestro patrimonio mueble (el inmueble es muchísimo más sólido) consiste en frágiles apuntes informáticos, residentes en ignotos servidores, con su precio sometido a una enorme volatilidad (volatilidad que no debería sorprendernos porque, tras lo explicado, su valor real es nulo).
Algunos nos recomendarán que invirtamos los restos del naufragio en criptomonedas (dicen que sus operaciones son computacionalmente indelebles), pero hay que comprarlas con dinero “de verdad” (si es que hay alguno de esa clase) y, lo que es peor, su liquidez depende de lo que alguien quiera pagar por ellas.
Como esto es una huida hacia adelante, la financiarización de la economía arreciará. Para muestra un botón: con el coronavirus como excusa, han convertido los otrora amables mostradores de farmacias y tiendas de alimentación en ventanillas y, a sus infelices dependientes, en bancarios con manguitos y un sucedáneo de visera con pantalla plástica antisalibazos.

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