22 noviembre (1): Cría cuervos
- Javier Garcia

- 22 nov 2020
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Fui, y sigo siendo, un convencido europeísta. No por chauvinismo, sino porque mi continente alumbró la democracia, fue la patria del Renacimiento y de la Ilustración, la cuna del pensamiento social, el entorno de progreso que facilitó la mayoría de los grandes descubrimientos científicos y, todavía hoy, es el lugar del mundo más respetuoso con los derechos humanos y donde las oportunidades se reparten menos desigualmente.
Por todo eso, me produce una extrema tristeza el grado de inoperancia al que han llegado las instituciones comunitarias. Instituciones con un pecado original evidente: el haberse constituido inicialmente como mercado común, de modo que la unión política y la aún menos considerada comunidad social nunca han sido prioritarias para unos estados mucho más influyentes como partes que el todo y, hasta la fecha, mayormente preocupados por garantizar el libre intercambio comercial.
Así las cosas, se montó un entramado institucional complejo, constituido por el Consejo, la Comisión y el Parlamento, en el que ninguno de estos entes desempeñan el papel que deberían: el Consejo, que representa a los gobiernos de los estados miembros, es quien realmente tiene la sartén por el mango, lo que desdice la voluntad comunitaria; el Parlamento ha quedado relegado a un órgano que, en vez de legislar, se limita a matizar las propuestas provenientes de la Comisión; y, finalmente, esa mencionada Comisión es un poder ejecutivo que no emana directamente de la voluntad popular, expresada en las urnas, sino que responde a complejos equilibrios entre los partidos y estados que detentan diferentes cotas de poder.
Por si estas deficiencias democráticas no fueran suficientes, el proyecto europeo cometió un error histórico mayúsculo cuando optó por su expansión incontrolada hacia el Este. Es cierto que en su momento se esgrimió, con cierta razón, la solidaridad necesaria para con unos países que habían salido de una larga noche totalitaria; pero se ignoró la distancia sideral que nos separaba de ellos en términos de nivel de desarrollo económico y, sobre todo, en cultura democrática.
El paso del tiempo ha puesto de manifiesto todas esas discrepancias irreconciliables. Bastantes de los países del antiguo bloque socialista se han transformado, de facto, en las eufemísticamente denominadas "democracias iliberales"; es decir, sistemas políticos caracterizados por el caudillismo donde, pese a la celebración periódica de elecciones, el control omnímodo de todos los resortes de poder por parte de alguna persona o partido político es tal que quedan en entredicho principios como la libre y sosegada alternancia en el gobierno, la aconfesionalidad o la independencia de los distintos poderes del estado.
Si a todo esto unimos la absurda y paralizante norma comunitaria de que todas las medidas de calado se han de adoptar por unanimidad, ya tenemos el caldo de cultivo idóneo para que, quienes llegaron más tarde, más han recibido y menos espacio conceden a la discrepancia, sean los que imponen, por la vía de la intransigencia, las políticas comunes de mayor trascendencia: ahora mismo la lucha contra la pandemia COVID y la gestión de los movimientos migratorios.
Ejemplo triste y reciente es el veto a la tramitación del denominado Fondo de Rescate por parte de Hungría, Polonia y Eslovenia, por la única y evidente razón de que se había propuesto que la percepción del mismo, y de otras ayudas, debiera estar condicionada al estricto respeto del Estado de Derecho.
Estimados amigos, las reglas de cualquier club que se precie deben incluir, aparte del derecho de los socios a darse libremente de baja (lo que ya ha hecho el Reino Unido), la capacidad del colectivo para poner en la calle a los miembros que no respeten las normas comúnmente dadas y aceptadas. Y hay socios comunitarios que son confesionalmente cristianos o católicos, persiguen con saña la libertad e igualdad de género, discriminan manifiestamente por razón de raza u origen, atropellan la independencia de los jueces y niegan las abrumadoras evidencias científicas acerca del cambio climático para poder seguir apoyando el desarrollo insostenible, basado en materias primas que, a estas alturas, solo deberían acumularse en el basurero de la historia.

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