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21 noviembre 2021 (1): Individualidad, consciencia e individualismo

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 21 nov 2021
  • 3 Min. de lectura

¿Os habéis preguntado alguna vez qué diferencia a las plantas de los animales? La respuesta no es tan trivial como parece, porque aunque pertenecientes a distintos reinos, los replicadores, los aminoácidos que forman parte de enzimas y proteínas, los azúcares y las grasas son los mismos o pertenecen a grupos de biomoléculas estrechamente emparentadas para todos los seres vivos de este planeta. Siendo comunes los ladrillos fundamentales de los que estamos constituidos, también compartimos numerosos ciclos metabólicos y hasta recurrimos a la misma estrategia de reproducción sexual para ofrecer mayores oportunidades a la selección natural.

Una de las respuestas más evidentes a la cuestión que formulaba hace referencia a la patente movilidad de los animales frente a la inercia de los vegetales. Sin embargo, este elemento diferencial no tiene naturaleza universal; así, las esponjas, que son animales, se asientan sobre los fondos marinos tan estáticas como cualquier alga. Del lado de las plantas, las hay con semillas planeadoras, capaces de dar origen a retoños muy alejados de su predecesor, con flores que se pliegan ante la oscuridad y vuelven a abrirse al alba, con hojas sensibles al tacto o modificadas para cerrarse sobre incautas presas animales...

Otro factor de distinción al que se suele apelar es que los vegetales son autótrofos, capaces de sintetizar su propio alimento mediante la fotosíntesis, mientras que los animales somos heterótrofos, y solo podemos alimentarnos de grandes y complejas macromoléculas constituyentes de otros seres vivos que devoramos. Pero ocasionalmente nos encontramos con plantas heterótrofas (las carnívoras, por supuesto, pero también un numeroso grupo de especies parásitas). De otro lado, y al menos según la opinión del que fue ilustre biólogo evolucionista, Faustino Cordón, el ser humano es un animal autótrofo ya que, mediante la agricultura y la ganadería, "fabrica" su propio alimento.

Parece, pues, que el rasgo diferencial más notable que distingue a los animales de los vegetales es otro: la individualidad de los primeros. Los animales, efectivamente, se hallan restringidos dentro de un espacio propio muy concreto y evidente, para los demás, que así los localizan, y para sí mismos, por la cuenta que les trae. Esa delimitación espacial no es evidente en las plantas; su reproducción por esqueje, tubérculo o rizoma plantea la duda de dónde acaba un ser y empieza otro distinto, y todavía lo embrollan mucho más ciertas técnicas agrícolas, como el injerto, que consiguen que prospere una especie sobre otra con el sorprendente resultado de obtener frutos híbridos. En este último caso no solo se pone en cuestión la individualidad, sino que también se traspasan los límites genéticos entre especies para coexistir en quimeras que, al fin, se encuentran vinculadas a sus especies parentales sin identificarse plenamente con ninguna de ellas.

La individualidad y su percepción son los primeros pasos imprescindibles a la hora de constituir una consciencia; sin ser único y sin conocer los límites físicos propios es imposible ser consciente, tener y aprovechar una experiencia exclusiva para definir una conducta única adaptada a la supervivencia. Las plantas pueden exhibir sensibilidad ante los estímulos exteriores, hasta cabría hablar de alguna capacidad de aprendizaje, si por esta se entiende la modificación de las respuestas a estímulos reiterados, pero en modo alguno todo eso habría de entenderse como una toma de conciencia de sí mismas. Esta ausencia de individualidad y de consciencia vegetal puede estar detrás de su más premiosa evolución.

Con todo, parece inconcebible que la selección natural condujera a una biosfera sin la coexistencia y la coevolución de seres capaces de transformar materia inanimada en biomoléculas y de aquellos dotados para aprovechar la ingente cantidad de energía fijada por los organismos fotosintéticos.

La presente reflexión no puede concluir sin formularse la inquietante pregunta de si la individualidad y la lucha por la supervivencia conducen inexorablemente al individualismo. Quiero creer que no, porque la naturaleza es rica en ejemplos de éxito evolutivo fundado en la cooperación: los insectos sociales, los arrecifes de coral… Por cierto, que la proximidad genética, las conductas altruistas y la preeminencia de lo colectivo en estos denominados superorganismos ponen en cuestión la individualidad animal. ¿A ver si no va a haber más forma para distinguir los reinos que recurrir a su acervo genético diferencial, en definitiva, al linaje?

 
 
 

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