21 mayo 2023 (1): Arbitristas del siglo XXI
- Javier Garcia

- 21 may 2023
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No me gustan nada las campañas electorales, y no porque no me interesen las elecciones y el devenir político que, precisamente porque son importantes para el saludable ejercicio de los derechos democráticos que nos asisten, merecen un leal, sincero y claro intercambio de propuestas realistas, concebidas y hechas públicas con el firme propósito de hacerlas realidad, en caso de salir elegidos sus impulsores.
Me temo que desafortunadamente no es el caso en la mayoría de los comicios que hoy se celebran a lo largo y ancho de este mundo convulso en el que nos está tocando vivir. Estamos en plena campaña previa a las elecciones municipales y autonómicas (con algunas excepciones) y a mí muchos de los demagogos que se asoman a los medios estos días me recuerdan a los arbitristas de los siglos XVI y XVII. Veréis, aquellos eran tiempos difíciles, cuáles no lo han sido, porque el imperio católico de los Austrias se estaba desmoronando, la Hacienda del Estado amenazaba quiebra y la pobreza y la desigualdad campaban por sus respetos en medio, por cierto, de otra crisis climática, aquella de signo opuesto a la actual y denominada “la pequeña edad del hielo”.
Pues bien, durante el llamado Siglo de Oro, paradójicamente marcado por la decadencia, proliferaron los denominados “arbitristas”, o sea, personas de cierta posición que, para la solución de los gravísimos males que aquejaban a aquella sociedad, proponían, sin realismo ni sentido común alguno, una serie de “arbitrios”, en román paladino, medidas extraordinarias, frecuentemente imposibles de adoptar, cuando no del todo extravagantes. Nuestros “arbitristas” lo son en el sentido de que, como aquellos, no tienen ni la convicción ni el interés para hacer lo que públicamente plantean o, peor aún, no proponen nada, se limitan a denostar al rival político o a lanzar vacuas proclamas, de esas que apelan a los intestinos de los electores, y no a sus necesidades más sentidas.
Particularmente dolorosa para mí es la muerte del debate político. Ni en el ámbito parlamentario ni en los mítines ni en las confrontaciones televisivas se discuten las distintas propuestas programáticas. Se trata de diálogos de sordos donde cada uno de los candidatos intenta vender “su libro”, sin que sus intervenciones tengan relación alguna con las críticas o las preguntas formuladas por la contraparte. Y esto es así desde que una pléyade de “expertos” en comunicación y marketing, psicólogos de baja estofa y manipuladores mediáticos manejan a los candidatos como si fueran títeres a los que no se les permite ni un solo movimiento, más allá de los grados de libertad ofrecidos por los hilos imaginarios de los que penden. Cuántas veces nos enfrentamos a la frustración de que, inquiridos inteligentemente ciertos políticos, en vez de contestar a la cuestión planteada, responden “manzanas traigo”.
Así que, en unas circunstancias como las actuales, cuando nos apremia solventar el problemón de la precariedad laboral y los sueldos indignos, se habla de nuevas infraestructuras, que la experiencia nos indica no serán una realidad en plazos razonables de tiempo, de los derechos de las minorías, monopolizadores de los discursos hasta la náusea, del terrorismo, cuando hace casi doce años que ETA depuso definitivamente las armas, de las “okupaciones”, estadísticamente irrelevantes, y de la inseguridad ciudadana, sobreestimada hasta la hipérbole y, en cualquier caso, consecuencia de la pobreza galopante. Y todo esto aderezado por gruesas meteduras de pata, explicitado con una pésima oratoria y salteado de insultos y de patadas al sentido común.
Con todo, las elecciones son importantes, hay que olvidarse de este lamentable espectáculo previo y votar. Porque, si bien es quimérico pensar que con el ejercicio de nuestro derecho democrático podamos cambiar radicalmente el estado de cosas, sí que poseemos la llave que cierre, o que al menos entorne, la puerta a la mentira, a esos “hechos alternativos” que se quieren instaurar como verdades incontestables, y también la sordina que acalle el ruido y la confusión malintencionados.

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