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21 junio (2): Distanciados estamos más guapos

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 21 jun 2020
  • 4 Min. de lectura

Vivimos en el Edén de la sociedad de la información y del conocimiento. Claro que no somos los ciudadanos de a pie quienes estamos informados y conocemos, sino que, como sujetos pasivos del tejemaneje urdido, son otros quienes saben todo de nosotros.

Unos pocos ejemplos, extraídos de lo cotidiano, me servirán para mostrar cómo hemos caído como ceporros en la celada que nos tendieron. Empiezo por el caso de los seguros y de los antivirus (que no antivirales); en ambos negocios hace ya mucho tiempo que no se ofrece alternativa evidente alguna para ser atendidos personalmente (en el caso de los seguros algunos disponen de oficinas, pero suelen ser franquicias o corredurías, y sirven con desgana a quienes no han contratado con ellos). Así que es casi obligado acudir a sus webs respectivas; pues bien, cuando abráis el menú de posibles motivos por los que deseáis asistencia, no hallaréis la de la queja, ni la de rescisión de contrato, ni siquiera la referida a vuestra voluntad de no renovar con ellos. Más aún, intentarán hacerse los "suecos" y, con gran probabilidad, os cobrarán la anualidad no deseada. De más está decir que permanecerán invisibles a vuestra reclamación todo el tiempo que puedan y que deberéis pelear hasta la extenuación para que os devuelvan lo... sí, sustraído.

Otro gremio al que ya le vale es el de las telecomunicaciones. Si queréis manifestar vuestra disconformidad con alguna disfunción en el servicio, no os quedará otra que recurrir al teléfono dispuesto a tal efecto (por vía escrita, naturalmente telemática, no suelen contestar). Primero os aburrirán con preguntas robotizadas y sintonías repulsivas y, después de bastantes minutos al auricular, os atenderá un operador que, para que no os quedéis con la copla, dirá su nombre a toda prisa y sin vocalizar. Inmediatamente, y pese a que vuestra llamada pueda ser la enésima intentona de ser escuchado, empezará el mismo y exasperante interrogatorio, relativo a formalidades previas. Tras el enojoso introito, el interlocutor, que en realidad es un simple agente comercial y carece de la más mínima formación técnica, recurrirá al árbol de decisión de la compañía y volveréis a recorrerlo con él, pese a que muchas de sus ramas ya las habíais explorado en vuestra enésima menos una llamada. Por supuesto que el proceso lógico comienza con los casos en los que el cliente es el culpable (así son todos los algoritmos: siempre barren para casa) y, solo tras un largo trastear con ajustes y tarjetas SIM, quizás tengáis la suerte de que se dé con la tecla del problema. Lo normal es que no, y que el que está al otro lado del cable os informe de que ha abierto una incidencia y sometido el caso a la consideración de instancias superiores. Con esto concluirá vuestra audaz tentativa; apostad que habréis de recurrir a la enésima más una.

Termino, para no aburrir haciendo cita de demasiados casos, con la banca. No es necesario que os cuente lo evidente: que hacen ascos a que el insolente cliente se les presente en sus oficinas sin cita previa y con pretensiones de ser atendido. Todo está, según ellos, al alcance del consumidor a través de la banca on line. Últimamente hasta se muestran renuentes a la telecorrespondencia; insistiendo en el uso del chat habilitado con el gestor, por si las moscas elegido cada vez físicamente más alejado de su usuario.

Y en eso llegó el coronavirus y, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, muchos han visto la ocasión de aislar, desatender y controlar aún más al ciudadano. Resulta que ahora es un acto de incivismo e insolidaridad solicitar una consulta médica presencial. La auscultación y la palpación, que constituían la esencia de la práctica médica, han pasado a mejor vida. Se impone la llamada telefónica al médico de cabecera, como si este pudiera percibir las patologías a través del cobre o la fibra. El esperpento ha alcanzado el paroxismo al requerirse la cita previa para darse un baño en una piscina (me juego el bigote a que la norma no se derogará, pese a su justificación coyuntural). Hasta este Gobierno, nominalmente progresista, se ha dejado llevar por la corriente preponderante y ha tenido la ocurrencia de proponer la desaparición del dinero físico.

Ya lo dijo Buzz Aldrin, segundo astronauta en pisar la Luna: "nos prometieron que viajaríamos a Marte, pero nos dieron Facebook". Todo esto de la hiperconexión, mis queridos amigos, tiene, sí, una componente de progreso tecnológico indudable; pero no os entusiasméis demasiado: es un instrumento de dominación, un arma de destrucción masiva de empleo y un potente recurso dedicado a la reducción de costes, no a la satisfacción de vuestras necesidades. Para los usuarios significa la pérdida completa del derecho a la intimidad, una peor atención, cargar con un trabajo que antes realizaban los proveedores y, sobre todo, la transformación de un servicio de naturaleza discrecional en artículo de primera necesidad, al mismo nivel que el aprovisionamiento energético. Ya sabéis: o incrementamos significativamente los gastos fijos por mor de los megas, o vamos derechitos a la exclusión tecnológica.

 
 
 

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