21 febrero 2021 (2): Fe
- Javier Garcia

- 21 feb 2021
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Actualizado: 23 feb 2021
La creencia mayoritaria en una realidad inmaterial o, alternativamente, en la existencia de otro mundo poblado de antecesores y dioses es, sin duda, de lo más representativo y diferencial de la cultura humana, frente a las rudimentarias culturas de los animales superiores. Soy de la opinión de que el punto de partida de las creencias en lo sobrenatural es la empatía, la identificación que el hombre puede sentir con sus semejantes y sus problemas. De la elevada empatía humana devino la certeza de la muerte y, con ella, el miedo insoportable a la desaparición. Si se me formula la pregunta, no creo que ningún otro animal de este planeta tenga conciencia del carácter inevitable del fin de la vida. Saben de la muerte, porque están enfrentados a ese riesgo cotidianamente, pero no alcanzan a comprender que esta no es un desgraciado accidente que ocasionalmente golpea a algunos de sus congéneres; sino que, tarde o temprano, también se cernirá sobre ellos mismos. Si este es el origen de la religión, no es sorprendente que en las más antiguas que se conocen prepondere el culto a los antepasados; después de todo, lo primero que el intelecto humano quiso garantizarse es que, tras el deceso, siguiera viviendo en algún otro lugar. Esos antepasados pronto empezaron a plagar de espíritus un complejo panteón, donde se repartían distintos roles: protectores en unos casos, dañinos y maliciosos en otros.
Junto con el problema de la muerte, aquellos antecesores nuestros tenían que encarar una dura existencia en el contexto de una naturaleza unas veces próvida, hostil las más de las ocasiones. Nace, por tanto, el deseo irrefrenable de entender y controlar las fuerzas naturales. Ante la evidente incapacidad para conocer la razón última de las inclemencias meteorológicas, de la abundancia o escasez de alimento y de las catástrofes (estas afortunadamente más raras), surge como alternativa la explicación simple y sencilla de que son los antepasados los que controlan o, por lo menos, influyen en el discurrir de los acontecimientos. La abstracción del antepasado es el dios, superador de la muerte y poderoso dominador del medio. La progresiva sustitución de los antepasados por los dioses o, lo que es casi lo mismo, la deificación de algunos de los primeros, duró muchos milenios, y aún hoy no ha concluido del todo, porque la principal función de la fe era, y es, acallar el temor a la muerte, y la eternidad de los dioses no satisface del todo las ansias de permanencia de las personas. Instaurado el panteón, se buscó un compromiso: a cambio de complacer a los dioses (surgen la oración y el sacrificio), estos garantizarían a los hombres no sólo un medio generoso con sus necesidades, sino también un lugar junto a ellos para, tras el fallecimiento, disfrutar de la vida eterna.
La universalidad de las creencias no sólo se explica por el hecho de que todas las comunidades humanas se enfrentaran a las mismas circunstancias en su desarrollo intelectual y social (una suerte de convergencia evolutiva), sino también por la enorme capacidad de diseminación cultural que proporcionó el lenguaje hablado, cuya aparición se retrotrae más y más en el tiempo, según avanza el conocimiento sobre la evolución del género Homo. Adicionalmente, para algunos biólogos evolucionistas, la credulidad en el saber transmitido por los mayores era una ventaja en la competición por la existencia y, por ahí, junto con un montón de valiosos conocimientos, se coló el mito. Finalmente, tal vez el pensamiento mágico no sea sino el subproducto inevitable de haber alcanzado muy altas capacidades de abstracción.
Como los hombres, incluso aquellos que vivieron hace decenas de miles de años, eran inteligentes y egoístas, algunos de ellos se percataron muy pronto de las evidentes ventajas de erigirse en interlocutores e intermediarios, entre los vivos y los muertos, entre los seres humanos y los dioses. Aparece así el chamán; tras el jefe, el segundo rol diferenciado de la sociedad tribal. Es razonable suponer que en muchas ocasiones el jefe se erigía en chamán o el chamán en jefe; y ahí da comienzo la connivencia del poder religioso con el político-económico, así como la confusión entre ambos que ha animado la creación de los estados teocráticos. Adicionalmente, el chamán monopoliza los poderes curativos, delegados por las deidades, lo que aún apuntala más su papel determinante entre los miembros de su comunidad.
Según el incipiente desarrollo tecnológico permitió disponer de objetos ornamentales, muchos cobraron poderes taumatúrgicos y se incorporaron eficazmente al cuerpo de doctrina de la religión, porque las personas, en el fondo, toleramos muy mal la inmaterialidad de todo aquello que afecta significativamente a nuestras vidas. El siguiente paso se hace evidente: los dioses cobran existencia palpable bajo la forma de útiles de uso cotidiano, de pinturas o de estatuillas que los representan. Así, los creyentes ya no tienen que imaginar cómo son sus divinidades y pueden suplicarles su benevolencia desde la proximidad que proporciona el ídolo. Acompañando al ídolo surge el templo, como el lugar de su residencia, sitio de oración y depósito de ofrendas.
La despedida de los muertos, el deseo de contentar a los seres superiores, de los que dependía la felicidad, y la disponibilidad creciente de ornamentos, figurativos o no, maduraron la liturgia. Muy pronto el acto litúrgico centró la vida religiosa de las comunidades humanas porque a su alrededor se creaba un ambiente favorable a la credulidad (sobre todo si incluía música, danzas o el consumo de sustancias psicotrópicas) y porque los chamanes encontraron en la liturgia, de cuyos secretos eran exclusivos detentadores, la mejor forma de domesticar mentes e institucionalizar su poder.
Cuando surge la agricultura, la religión da un salto cualitativo, ya que la distribución del trabajo acompleja de forma notable la organización social y, por añadidura, la dependencia de las cosechas introduce nuevos dioses o sincretiza deidades anteriores (aún perduran en las religiones actuales versiones modernas de la antiquísima diosa de la fertilidad). Otra particularidad de la sociedad agrícola que influyó de manera determinante en las creencias religiosas fue la necesidad de medir el tiempo. Ya que esa medición sólo se podía efectuar mediante métodos astronómicos, esto estimuló la migración de buena parte de los integrantes de los panteones al “cielo”; a partir de entonces los dioses más importantes se identifican con astros como el Sol o la Luna.
Desde el principio el estado acoge en su seno a la superestructura religiosa. Más aún, los dioses asumen nuevas funciones como garantes de la pervivencia de la organización política y como protectores de las clases dirigentes. De esta forma, las deidades refuerzan su carácter tribal, en el sentido de que defienden a su grupo social y se constituyen en el azote de sus enemigos. Este giro de lo religioso está, sin género de dudas, en el origen del supremoteísmo, es decir: en la consagración de una única divinidad tribal que se tiene que suponer, porque de otra forma flaco soporte proporcionaría, superior a las de los vecinos y rivales.
Después de esta breve introducción histórica, formulo la pregunta del millón: ¿Qué es la fe? Una definición muy simple dice que es creer lo que no se ve, entendiéndose el verbo “ver” como el compendio de todos los sentidos y métodos de detección directa o indirecta que se le ofrecen al experimentador. Como nací en el seno de un estado confesional católico, recurro al Catecismo de la Iglesia Romana para buscar otra definición de la fe, ahora desde el lado de los creyentes: “la fe es la virtud por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado, y que la Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma”.
Sigo con el Catecismo que matiza que la fe, junto con la esperanza y la caridad, constituyen el reducido grupo de las denominadas virtudes teologales: “las que se refieren directamente a Dios, disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad y tienen como origen, motivo y objeto a Dios, Uno y Trino”. Pero estábamos en que, lo mismo que la fe, también se consideraban teologales y, por tanto, igualmente relevantes, la esperanza y la caridad. Volvamos al Catecismo y veamos lo que dice acerca de ellas: “la esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo”, y “la caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios”. ¡Acabáramos! Resulta que de una lectura medianamente crítica de estos textos se puede colegir que sólo hay una virtud teologal: la fe. Porque la esperanza es creencia en la vida eterna y la caridad consiste en amar a un ser de cuya existencia no se tiene constancia física.
Este énfasis en la fe, lugar común de todas las confesiones, es coherente con mi proposición del origen y desarrollo de las religiones en la que he introducido al lector al principio del artículo. Si la causa de todo esto hay que buscarla en la aspiración de superar la mortalidad, la fe es lo único que importa. Esto me lleva a la triste constatación de que, por más que simpatice con las posiciones de algunos religiosos comprometidos con la causa de los pobres y desheredados de la Tierra, andan profundamente errados si creen que el hábito talar es el mejor uniforme en la lucha contra la injusticia. Más aún, en términos estrictamente teológicos, soy de la opinión de que la Iglesia oficial, la jerarquía, es mucho más coherente: ellos no están aquí para acabar con el sufrimiento o para redimir a los parias de este mundo, porque las calamidades expían los pecados y el paraíso eterno compensa con creces cualquier desventura temporal; sólo preservan y propagan su credo. La preponderancia de la fe, su relación con la vida eterna y la irrelevancia de la conducta están por otra parte sobradamente fundadas en la doctrina. Los propios evangelios son taxativos al respecto cuando Jesús resucita a Lázaro y afirma: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre” (Jn 11, 1-45). Igualmente, hay que recordar que es dogma de fe para la Iglesia Católica que "Extra ecclesiam nulla salus" (fuera de la Iglesia no hay salvación, sea cual sea la conducta). Establecido a principios del siglo XIV, en la actualidad este dogma sigue vigente, solo muy ligeramente reformulado, en el sentido de que estarán privados de salvación quienes, sabiendo que la Iglesia Católica fue fundada por Jesús como único camino de salvación, no quieran entrar o perseverar en ella.
Por supuesto que el catolicismo no es la única confesión que pone a la fe muy por delante de cualquier consideración moral, veamos, si no, los principios básicos del luteranismo: "Sola scriptura, sola fide, sola gratia, solus Christus, soli Deo gloria”. En resumen: la Biblia es el único texto sagrado de inspiración divina; lo único importante es la fe; nos salvamos por la gracia de dios, no por el comportamiento que hayamos tenido durante la vida terrenal; sólo Cristo es el mediador entre dios y el hombre; y sólo se debe glorificar a dios.
Quedamos, al fin, en que la fe es muy importante, lo único importante en el fenómeno religioso. Esa importancia de la credulidad se explica fundamentalmente por el origen y razón de todo credo: el anhelo de inmortalidad (desde un punto de vista empresarial siempre he pensado que la compañía “Iglesia” vende el más deseado de los productos: la vida eterna).

Con mucho superas mi conocimiento de la apologética y sus recovecos; yo de la fe solo sé que mueve montañas, generalmente de detritus