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20 diciembre (2): El angosto tránsito por la unanimidad

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 20 dic 2020
  • 3 Min. de lectura

Estamos viviendo tiempos convulsos, esos que representan el caldo de cultivo ideal para que crezca la hidra policéfala de los populismos de extrema derecha, de las conspiraciones delirantes y, sobre todo, de las tendencias totalitarias. Es sorprendente cómo estos movimientos, carentes del más mínimo sostén racional, sí se están mostrando sumamente hábiles a la hora de apropiarse de símbolos, consignas y reivindicaciones. Hace mucho que nos quitaron la bandera y el himno; y fue muy fácil, porque los progresistas no congeniábamos con los emblemas impuestos por la sublevación franquista. También nos arrebataron la patria, porque hemos perdido el enfrentamiento dialéctico en torno a su definición. Así, para el acervo dominante, la patria no la constituimos los ciudadanos, sino que es el incorpóreo conjunto, habitante del mundo de las ideas, de territorio, lengua, costumbres, religión, antepasados y, si queda algún espacio, los "buenos patriotas" (ya se puede imaginar el lector cuáles son esos).

Puede que alguno de mis interlocutores, y no sin falta de razón, me argumente que le preocupa muy poco la enajenación de esos valores; pero es que también nos están escamoteando la rebeldía, la protesta, la discrepancia... fortalezas que los progresistas considerábamos propias e inexpugnables.

Algo debemos estar haciendo mal para que, parafraseando al Evangelio de Lucas (capítulo 16, versículo 8): "los hijos de este siglo (aunque también lo fueron del pasado) sean más sagaces en las relaciones con sus semejantes que los hijos de la luz (disculpadme la arrogancia de esta luminosa autocalificación)". Creo que es fácil saber qué no está funcionando del sistema democrático; comprometidos por el poder económico sus valores supremos de libertad, igualdad y fraternidad, los países con sistemas representativos parlamentarios, elegidos bajo el principio de "una persona, un voto", llevan algunas décadas eludiendo la difícil cuestión de la justicia social para solo abordar otros debates en los que el consenso es más fácil de alcanzar, las soluciones no chocan con los intereses de los poderosos y, todavía mejor, la implementación de las medidas requeridas ni siquiera cuesta dinero al erario público.

Sabéis de lo que estoy hablando: el género, la raza, las lenguas minorizadas... Problemas en torno a los que, desde luego, se están produciendo notables progresos que, por supuesto, suscribo con entusiasmo, pero... ahí está el quid de la cuestión, sobre los que la discrepancia, si existente, solo la muestran esos "hijos de este siglo" que agitan a su conveniencia los últimos reductos de todas las clases de supremacismo. Adheridos esos primeros, obtusos e incondicionales prosélitos, y ante la ausencia de otras alternativas, hacen demagogia arrogándose ser también los únicos defensores de las clases trabajadoras (aunque basta un rápido vistazo a sus propuestas programáticas en materia fiscal para caerse del caballo). A partir de ahí, pueden crecer como "la solución" que, según ellos, una sociedad en pasmo es incapaz de proponer.

No es un riesgo a desdeñar, como decía más arriba, los que todavía creemos en un mundo mejor y más solidario caminamos hoy por la angosta y poco estimulante vereda de la

unanimidad. Ojalá nos persuadamos a tiempo de la amenaza, y retornemos al camino del debate, de la controversia, para encarar con coraje temas tales como la pobreza y la exclusión; de modo que sean una realidad el empleo digno y una auténtica revolución tecnológica verde que frene los inminentes y desastrosos cambios ambientales que se ciernen sobre esta humanidad sufriente.

 
 
 

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