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20 diciembre (1): Teístas

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 20 dic 2020
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 31 dic 2020

Fundándome en la evidencia científica que, según crece, va dando cuenta de muchos fenómenos que no ha mucho tiempo no tenían explicación, colijo razonablemente, creo, que no hay más realidad que la que los medios experimentales nos revelan, ni otro dictado para que los procesos tengan lugar que las leyes de la naturaleza, conocidas o todavía por descubrir. No hallo, pues, espacio para una divinidad creadora de todo lo existente. Como ya se lo expusiera Laplace a Napoleón, entiendo que la hipótesis divina es innecesaria, tiene carácter inflacionario y, como tal, grandes probabilidades de ser completamente falsa. Discrepo, por lo tanto, de las cinco vías tomistas para la supuesta demostración de la existencia de dios; ya que todas ellas argumentan la necesaria preexistencia de un motor, una causa, la suma perfección, el fin último o un ser no contingente. La refutación es sencilla: si todas esas cosas son la divinidad, ¿a ella quién la creó? ¿Por qué el todo, la realidad de la que formamos parte, ha de ser contingente y no autosuficiente como dios?

Tampoco es difícil rebatir a los modernos defensores del universo espiritual que se refugian en algunas peculiaridades del mundo vivo y apelan al denominado "diseño inteligente" de los organismos, o de algunas de sus partes particularmente complejas, como prueba supuestamente incontrovertible de que, tras ellas, debe haber una mente poderosa. Arguyen que, en la historia natural, faltan muchos "eslabones perdidos”, y que muchos y sofisticados órganos aparecieron bruscamente en el registro fósil, sin tiempo para que actuara la selección natural. Ni qué decir tiene que bastantes de los ejemplos a los que se aferraban ya han encontrado órganos u organismos intermedios; por no abundar en que muchos aparatos de los que constituyen nuestro fenotipo no son precisamente ejemplos de la perfección que podría esperarse de un sumo hacedor.

En fin, que las pruebas a las que se remiten los creyentes son, en mi opinión, endebles, muy endebles. Por eso soy ateo. Como es patente si se leen los anteriores párrafos, no tengo inconveniente alguno en así definirme, pero, al tiempo, confieso que me molesta el apelativo. Y es que a los escépticos nos pasa como a las mujeres, que esta sociedad, por muchos siglos confesional y machista, ha regido la evolución de las lenguas en nuestro perjuicio; así que, al igual que muchos adjetivos no significan lo mismo si califican a un hombre que si definen a una mujer, tampoco el prefijo "a", negativo y carencial, es muy comprensivo con nuestra opción intelectual. El término "ateo" dice, más o menos, que renunciamos a dios o, peor aún, que nuestra vida discurre, por nuestra propia e incomprensible decisión, sin la misericordiosa protección de ese ser infinitamente bueno y poderoso. En definitiva, que somos los anómalos (otra vez la maldita "a" abriendo palabra), minoritarios, infortunados y, para muchos creyentes, viles enemigos de la fe.

Si alguno de vosotros es abogado, enseguida comprenderá que aquí lo que se ha hecho es invertir la carga de la prueba. Ya sabéis que el código romano tenía la máxima "in dubio pro reo"; dicho de otra forma, para castigar a alguien ha de ser la parte fiscal la que debe probar el delito, no el acusado su inocencia. Pues en este caso son los creyentes quienes nos exigen a los escépticos que probemos la inexistencia de dios, todo un sofisma. Ya lo explicó Sir Bertrand Russell en su momento: "ni siquiera es posible demostrar la inexistencia de una tetera de porcelana orbitando el sol entre la Tierra y Marte".

Así que cada uno en su sitio: los peculiares, los que han de probar lo que afirman, son los creyentes; deberían ser ellos los calificados, por favor, sin ninguna pretensión despectiva, como "teístas"; y los demás... bueno, quedaríamos libres de etiquetas y apelativos del todo innecesarios.

 
 
 

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