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25 septiembre 2022 (1): Repoker de reyes

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 25 sept 2022
  • 3 Min. de lectura

Para bien de la salud de la ciudadanía occidental concluyeron las hiperbólicas exequias de la reina Isabel II. Nada menos que una decena de días con el cadáver de parranda por todo el Reino Unido, oficios religiosos sin fin, lujo y pompa obscenos, un montón de señores del mundo hipócritamente conmovidos, huella de carbono imborrable y gastos que, supongo, nadie tendrá el valor de confesarlos.

Ahí quedan las inmensas colas de adheridos inquebrantablemente, dispuestos a pasar inacabables horas esperando el fugaz momento de encuentro con catafalco y féretro; a la par que muchos de ellos, estadística mediante, seguro que no son capaces de visitar una vez al mes a sus padres ancianos o a cualquier otro de sus próximos que precisan de ayuda o compañía.

Es difícil desentrañar los oscuros mecanismos de sugestión colectiva para que toda una nación, en evidentes horas bajas y sufriendo de una desigualdad insoportable, se eche a la calle para llorar la desaparición de su jefa de estado que, por el cargo detentado y el tiempo que lo ejercitó, alguna responsabilidad tendría sobre el curso de los acontecimientos en el Reino Unido.

Pero yo no quería hablar de la denominada monarca de monarcas, ya lo han hecho los medios hasta la náusea, sino de esos otros cuatro que nos competen. Esos que, por vez primera en los últimos años y con ocasión del homenaje a la ilustre finada, aparecieron juntos, de riguroso luto, circunspectos, y guardando las distancias por la interposición de la parte política de la familia. A estas horas muchos se están haciendo la pregunta de por qué posaron en comandita por largo espacio de tiempo cuando llevaban años rehuyendo tal ocasión, y si ellos lo propusieron o fueron los anfitriones los que mostraron sus preferencias por esa opción protocolaria. Creo que la respuesta es muy evidente: los integrantes de la gran familia real europea (es solo una, porque todos los coronados están emparentados) no tienen otro propósito que la pervivencia de la institución y el futuro acceso al trono de sus vástagos. Así que tanto británicos como españoles habrán estado absolutamente de acuerdo en que era indispensable respetar el orden dinástico y mantener públicamente las formas, sean cuales fueren los intereses de los dos estados involucrados que, en más ocasiones de las que el control democrático debiera  permitir en el contexto de monarquías parlamentarias, no tienen ni idea de lo que se cuece entre los imponentes muros de los palacios reales.

Por otro lado, como no me creo eso de las desavenencias del regente con el emérito (estoy convencido de que se ven con frecuencia), supongo que la ocasión la pintaban calva para dar comienzo a una sigilosa administración de dosis crecientes de pública camaradería entre ellos y, así, disminuir paulatinamente el rechazo social al retorno del anciano monarca a la vida cortesana española. Estoy seguro de que el tiempo me dará la razón; los encuentros públicos aumentarán de frecuencia y, más pronto que tarde, porque la edad del emérito no permite muchas demoras, el defenestrado volverá a residir en España rodeado de la discreción que estas gentes tan bien saben mantener y el estado profundo y el servilismo de los medios tan eficazmente garantizan.

Ojalá que, pasado el lapso del cinismo, el de Isabel II y otros óbitos reales sirvan para poner en cuestión la retrógrada institución monárquica y alienten las demandas de referéndums que abran el paso a la república en los últimos reductos donde la sangre aún vale mucho más que cualquier cualidad o actitud.

 
 
 

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