2 mayo: Del sexo de los ángeles
- Javier Garcia

- 10 may 2020
- 4 Min. de lectura
Esta mierda de enfermedad insidiosa que nos atormenta evoca mi infancia cuando, agobiado por algún ramalazo de hipocondria, envidiaba a los ángeles: incorpóreos, ajenos a las ataduras físicas, ignorantes del dolor, por siempre jóvenes, liberados de la muerte... Y eso que me hubieran incomodado el par de alas insertas a la altura de mis omoplatos; seguro que representan un engorro a la hora de moverse y que el polvillo desprendido de las plumas me haría estornudar por toda la eternidad.
Los ángeles, o sus asimilados, han existido siempre y en todas las culturas, aunque en el contexto de otras mitologías se llamaran titanes o elfos. Son una especie de siervos de los dioses que tienen tres principales misiones, a cuál de ellas más enojosa: alabar a sus jefes, servir de mensajeros entre el cielo y los míseros mortales y proteger a estos del pecado y la perdición.
Los ángeles son todos buenos, los que ahora (¿qué diantres significará este término para los que existen siempre?) lo siguen siendo, claro; porque antes, hace mucho, mucho tiempo, algunos decidieron no continuar con las alabanzas a los creadores y robarles los secretos de su omnipotencia. La tradición dice que fueron castigados por ello, siendo los primeros condenados por rebeldes frente al poder establecido, y expulsados del paraíso para habitar el infierno. Parece que perdieron su irresistible belleza y se transformaron en horribles demonios: sus níveas y algodonosas alas se tornaron membranosas extremidades, remedos de gran tamaño de las de los murciélagos, sobre su blanca frente emergieron dos espantosos cuernos y, saliendo del sacro, les creció una ominosa cola de reptil. Perdieron también la nórdica tonalidad de su piel para adquirir la del rojo sangre, color desde entonces maldito.
Concebida por los mismos demiurgos, no es de extrañar que la sociedad angélica nos haya salido tan clasista como la humana. Está dispuesta en “coros” de distinta jerarquía al mando de los arcángeles; de modo que serafines, querubines y demás progenie, son un fantasmal y simétrico reflejo de reyes, duques, marqueses, condes y toda la restante cohorte de terrenales hidalgos. Eso por no asimilarlos a mariscales de campo, generales, jefes, oficiales y soldados; porque los ángeles entienden mucho de lo castrense: para algo vencieron a los demonios en aquella colosal guerra librada antes del tiempo y del espacio.
Después de tanta disquisición, seguro que ya hay más de uno de vosotros, picarones, que espera anhelante el momento en que pase a hablar del sexo de los ángeles (en realidad es lo que vengo haciendo desde que comencé este Diario). La tradición patriarcal y machista no podía sino imaginarlos bajo figuras masculinas, dado lo limitado y pecaminoso de la naturaleza femenina. Tienen la apariencia de hombres, propusieron, dotados de una inigualable belleza, dimanada de la pureza de sus espíritus. Claro que eso de la extrema perfección estética casaba muy mal con lo viril de entonces, así que, casi desde el principio, se los imaginó y describió con cuerpos y actitudes equívocos. Así debía ser cuando Lot, acosado por sus vecinos que “contra natura” querían gozar de los cuerpos angélicos que hospedaba en su casa, ofreció en su lugar, y al parecer con poco éxito, a sus hijas que no habían conocido varón.
Algunos pintores renacentistas osaron ir más allá en su proposición artística, y los ángeles semejan hermosos efebos o lozanas vírgenes de turgentes pechos. Yo, por mi parte, creo que los hay de todos los sexos. Lo digo por coherencia con la probada simetría existente entre hombres y ángeles y porque, por lo menos entre los caídos, nos consta que había tanto íncubos como súcubos.
Como ya he comentado antes, e independientemente de sus inclinaciones sexuales, los ángeles tienen encomendadas tareas impropias de su excelsa perfección. La de estar loando a sus señores por toda la eternidad se antoja un castigo poco menos severo que el de arder en el fuego eterno decretado para los demonios. Si no fuera por eso de que son espíritus, me los imagino roncos y exhaustos, desafinando por eones.
De lo de proteger a los hombres ya hemos hablado, aunque es a los demonios a los que les va mucho mejor con nosotros, porque la tentación es divertida y el pecar con placer es tan fácil de provocar como vender marihuana en un macroconcierto veraniego (vamos, de los que no se celebrarán este año).
Pero el empleo de los ángeles implica una tercera responsabilidad aún más pintoresca que las anteriores: esa de servir de mensajeros entre los dioses y los hombres. En este desempeño los imagino como híbridos de Hermes y la UPS. Casi siempre, la verdad, portando malas noticias o transmitiendo amenazadoras admoniciones.
Alguno de vosotros pensará, descreído, que esto de los ángeles es un cuento de Maricastaña, que se extinguieron con el advenimiento del reinado del dólar. Pero no, siguen vivitos y coleando. Eso sí, ahora son los financieros quienes, suplantando la autoridad divina, gestionan las tareas de este colectivo e, incluso, se confunden entre sus integrantes. Quiero decir que lo que se lleva es el “business angel” o, lo que es lo mismo, el ángel del negocio.
Yo, sin embargo, me quedo con esos de cuerpos regordetes, ensortijados y dorados cabellos y rubicundos pómulos que adornan lienzos y retablos y que, en el fondo, representan la preferencia del arte por la ternura y la ingenuidad de la infancia; lo único realmente angelical que la humanidad ha conocido; y, por cierto, la sola medicina que, hasta la fecha, garantiza un buen diagnóstico frente al coronavirus.

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