2 mayo 2021 (2): El mal
- Javier Garcia

- 2 may 2021
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Este mundo no es ninguna Arcadia, de eso hay pocas dudas. Es complejo, defectuoso, asimétrico, injusto, doloroso y amoral, al menos según los cánones humanos que, más o menos, compartimos la mayoría de las culturas y creencias. Efectivamente, las personas tenemos una idea de la perfección (del “bien”, en resumidas cuentas) que, desafortunadamente, tiene un pálido reflejo en la realidad que nos rodea. Así las cosas, ni la naturaleza se comporta, vivimos en un cosmos en expansión, un lugar extraordinariamente dinámico, alejado de la admirable armonía de las esferas, de esa referencia invariable para toda la eternidad que queríamos que fuera. Habitamos las entrañas de un ente convulso, donde tienen lugar acontecimientos terribles. Nada es seguro en esta infernal máquina de computar: los planetas y otros astros fríos, en los que en teoría es posible la evolución biológica, están sujetos a brutales cambios en sus órbitas, a colosales catástrofes derivadas del choque con otros cuerpos siderales o de su proximidad a un acontecimiento de esos que liberan en un segundo más energía que nuestro sol a lo largo de toda su existencia; las estrellas se extinguen explosivamente, tal vez consumiendo en un instante la vida que alentaron durante miles de millones de años; las galaxias alojan gigantescos y voraces agujeros negros; esas masivas ciudades estelares chocan entre sí reconfigurándose y lanzando a miríadas de sus luminosos habitantes a nuevos e ignotos caminos, tal vez para alejarse definitivamente de su lugar de nacimiento y, en fin, el cosmos en su conjunto crece aceleradamente mientras se enfría y desordena, de modo que los seres conscientes que aloja nos sentiremos más y más solos, frente a una realidad progresivamente más inaccesible. Al fin nos espera la muerte térmica, el vacío gélido e informe donde el tiempo perderá completamente su sentido.
Si desde la cosmología tornamos nuestra mirada escrutadora al mundo vivo la cosa no va mucho mejor. Contrariamente a la opinión de los evangelios sobre la provisión divina, y lo felices que son los pajarillos que no tienen que preocuparse por su sustento (Mateo 6, 24-34), las circunstancias que imperan son la lucha por la supervivencia y la evolución por selección natural. La biosfera es pues un gigantesco campo de batalla en el que se combate denodadamente por el alimento y la pareja. La existencia de animales y plantas es todo menos confortable: los árboles crecen para sobresalir entre la foresta con el propósito de captar algunos fotones de luz de más mientras hacen sombra a sus congéneres, los carnívoros vagan ansiosos y tensos a la caza de su alimento, a la par que sus presas deben mantenerse en alerta permanente, aterrorizadas por la posibilidad de ser devoradas vivas en cualquier descuido.
El reino animal nos proporciona, además, ejemplos de perversidad extrema. ¿Quién no ha oído hablar de los despiadados insectos que ponen sus huevos en el interior de las larvas de otras especies para que, una vez eclosionadas sus crías, devoren en vivo y desde dentro a sus anfitriones? ¿O del cuco, y su abominable conducta de arrojar del nido a los huevos y retoños recién nacidos de las aves que lo alimentan? Para empeorar las cosas, en los últimos tiempos hemos acumulado evidencias de que el Edén nunca existió; me refiero a que nuestros primos más próximos, los grandes simios antropomorfos, mienten, son egoístas y envidiosos, y practican la violación, el canibalismo y la guerra.
Dejo de lado el entorno natural y me centro en el hombre y sus cuitas. Desde las etapas previas a que fuéramos humanos, hemos convivido siempre con el maltrato, el estupro y el asesinato. En realidad, antes de que un hombre imaginara el más cruel y espantoso de los crímenes otro ya lo había ejecutado hasta en sus últimos detalles de perversión y crueldad. Por si no fuera suficientemente ubicua la incidencia individual del mal, el complejo entramado de relaciones humanas ha hecho aflorar un mal social de colosales dimensiones. Todo empezó cuando se fueron diferenciando las clases y al natural liderazgo que algunos ejercían se le unió la desigual posesión de los bienes materiales. De ese modo, y pese a que la ciencia y la tecnología han alcanzado elevadas cotas de desarrollo, todavía hay mil millones de personas que no se alimentan suficientemente, y muchas de ellas perecen anualmente víctimas de enfermedades fácilmente atajables con solo aplicar medidas de la más elemental higiene y prevención. Incluso en los países ricos, menos del 10 % de la población suele acumular más del 90 % de la riqueza. La maldad alcanza el paroxismo en los conflictos bélicos alentados, y en la mayoría de los casos, ganados por los esbirros del dinero. El último siglo de nuestra historia ha sido un continuo de guerras de agresión, genocidios y sojuzgamientos de los pueblos. En todos los casos no se dudó en emplear las más abyectas técnicas de exterminio: bombardeos masivos sobre la población civil inocente, torturas, ejecuciones extrajudiciales y hasta experimentos médicos en los que los prisioneros se utilizaron como cobayas.
Bien, no quiero seguir deprimiendo a mi paciente lector, creo que he dejado suficiente constancia de la ubicuidad del mal y su variada naturaleza; y ahora propongo la pregunta (o conjunto de preguntas) que, tal vez, se haya realizado más veces el ser humano: ¿por qué existe el mal? ¿Por qué el mundo que conocemos es tan complejo, imperfecto y de tempestuosa evolución? ¿Por qué no es posible la plena felicidad para todos? ¿Por qué muchas personas infligen daño consciente a otras? ¿Por qué no hemos alcanzado un desarrollo socioeconómico capaz de ofrecer altas cotas de bienestar a todos los habitantes de este planeta? ¿Por qué ni siquiera coincidimos unánimemente en qué es “bueno” y qué no lo es?
Estos interrogantes han consumido el tiempo y las capacidades de muchas y brillantes mentes. Incluso han inquietado, y sobremanera, en el ámbito religioso porque... ¿Es realmente compatible la existencia del mal con la de un dios creador omnipotente e infinitamente bueno? ¿Por qué condenó a muchos a una vida miserable y desgraciada y obsequió a los menos con una existencia regalada y llena de placeres? Y, si vive en todo lugar y en todo tiempo, conoce y ha delineado hasta los últimos detalles de su creación, ¿por qué castiga a los “predestinados” a ubicarse a la “izquierda del padre” mientras premia a los que en cierta forma “obligó” a ser justos? Si como decía al principio todo lo que es se muestra complejo, asimétrico, feo, dinámico, peligroso, doloroso e injusto, lo único que tiene sentido es descartar que el mundo sea obra de un creador omnipotente e infinitamente bueno. Y si no somos el resultado de la voluntad creadora de un ser perfecto y amoroso, caben dos alternativas: que no existe ni ha existido dios alguno o que todo es el resultado de la decisión de un demiurgo de moral más que discutible. La segunda opción es una hipótesis innecesaria, que nos aleja del sabio criterio establecido por la navaja de Ockham. Quedamos, pues, en que nunca hubo un plan, un diseño inteligente de la realidad. Si convenimos en la pertinencia de ese postulado, es comprensible que las leyes últimas que rigen los destinos del cosmos no sean fáciles, justas ni intuitivas. Después de todo nadie las ha puesto ahí con el propósito de satisfacer las ansias de armonía intelectual de ningún ser inteligente.
El dolor también tiene cabal explicación si tenemos en cuenta que la vida es el resultado de la evolución movida por la selección natural. El sentirlo supuso, sin ningún género de dudas, una ventaja competitiva de algunos individuos frente a otros. El dolor es un eficaz sistema de alarma que nos alerta de que algo va mal; de la misma forma, experimentarlo es tan desagradable que quien lo sufre pondrá en el futuro todo su empeño para que no se repita la causa que lo ocasionó. Igual origen evolutivo tienen la belleza y su antagonista, la fealdad. Existen bastantes evidencias de que una coloración intensa y unos rasgos simétricos son un buen indicador de salud y fertilidad. Podría de este modo detenerme en muchos otros aspectos de la realidad que son susceptibles de ser clasificados como feos, imperfectos o malos, y que pueden igualmente explicarse sobre la base de los conocimientos científicos acumulados, pero en aras de la brevedad prefiero dar el salto a lo que principalmente nos ocupa, que es la naturaleza y orígenes del mal en su sentido más ampliamente comprendido. El mal se opone al bien en un contexto ético dado, de modo que los comportamientos morales serían aquellos acordes con la ética generalmente aceptada, y la maldad haría referencia a estados de conciencia, actitudes y acciones contrapuestas al código de conducta imperante. Todo esto da la impresión de que tiene poco que ver con la naturaleza; más bien parece surgir del exclusivo y recóndito ámbito de las ideas, a su vez espacio reservado a los seres de elevada consciencia. Sin embargo, nada es ajeno a lo que a mí me gusta definir como “materialidad”, y todo es consecuencia de los procesos regidos por las leyes naturales. Así que el bien y el mal han de estar incardinados en esa realidad tangible de alguna forma. Creo que muchos de los más complejos comportamientos de los animales denominados “superiores”, como los que resultan de determinadas posturas morales, surgen como consecuencia de la empatía. La empatía es la capacidad que tienen algunos seres vivos de ponerse en la piel de otro, comprender que lo que le pasa a un congénere o, incluso, a un animal de una especia distinta, le puede pasar a él con idénticas consecuencias. Poseer empatía también debió ser una ventaja evolutiva (si no, no se hubiera seleccionado), porque permite experimentar en cabeza ajena, sin que se ponga en riesgo la propia. Además, la empatía abre la puerta a muchas y potentes capacidades, entre otras la compasión. La compasión sirve también al éxito evolutivo: cohesiona al grupo, fomenta la colaboración y, en definitiva, hace más prolíficos a quienes, teniendo un código genético próximo, se benefician del mutuo respaldo. Con tener su origen en el crisol de la supervivencia, la compasión desbordó lo puramente biológico para devenir en una actitud desinteresada que se manifiesta sobre todo entre humanos, pero que no es patrimonio exclusivo nuestro, ya que hay constancia de actitudes inequívocamente compasivas entre animales muy alejados genéticamente. Como en muchos otros casos, a la evolución “se le fue de las manos” la compasión que, llegada a un cierto grado de complejidad, sentó las bases de los primeros y rudimentarios códigos de conducta.
De este modo, fue moralmente correcto socorrer a quien solicitaba ayuda y rechazable negarla (ya tenemos al mal asomando su siniestra silueta). Alguien me podrá preguntar aquí cómo algunos individuos optaron, y siguen optando (también entre los no humanos), por el mal, cuando de la actitud compasiva se derivan tantas ventajas. La respuesta, querido amigo, está en las Matemáticas. Cuando hablamos de colectivos suficientemente numerosos, la teoría de juegos prueba que el malicioso también puede verse beneficiado por la estocástica, siempre que su actitud no sea mayoritaria. Así que es posible que la selección natural nos lleve inexorablemente a un delicado equilibrio entre el bien y el mal que, al final, resulte en un óptimo para los objetivos de pervivencia de los individuos y los grupos (todavía sigue el debate de si la selección natural solo actúa individualmente o, por el contrario, también puede incidir sobre la prosperidad colectiva).
Con el tiempo, esta simple diferenciación entre el colaborador y el insolidario se fue acomplejando según las funciones cerebrales se sofisticaron y, todavía mucho más, cuando surgió la necesidad de ordenar la complicada vida social de los seres humanos. El hombre actual es, pues, un ser moral por instinto biológico adoptado como ventaja evolutiva; capaz, además, de elaborar cuerpos de doctrina ética, hoy numerosísimos, distintos en la calificación de lo que es bueno y lo que es malo (aunque hay un elevado grado de consenso en lo que respecta al respeto del semejante) y también diferentes en sus objetivos, dependiendo de si surgen del ámbito religioso, filosófico o social.
Tras todas estas reflexiones queda meridianamente claro que el mal, como el bien, es un concepto subjetivo y abstracto que apareció tardía y “virtualmente” como resultado de la actividad cerebral más elevada. No hay, pues, leyes naturales, ni normas conductuales dictadas por deidades. Tampoco hay, ni habrá, premio para los justos y castigo para los malvados; es más: la mayoría de los comportamientos mayoritariamente considerados como reprobables otorgan ventajas a quienes los adoptan. Llegado a este punto, querido lector, si estás entre los que aún nos aferramos a la necesidad de conducirnos moralmente, seguro que compartes conmigo cierto desasosiego; después de todo, y con el método científico en la mano, es más que probable que las biosferas no puedan sustraerse al indefectible e insensible dictado de la estadística, de modo que cierta “proporción de mal” resulte consustancial a la vida y sus manifestaciones.
Afortunadamente también es cierto que la inteligencia permite superar el egoísmo evolutivo, de modo que las personas tenemos la capacidad de cambiar el mundo, de hacerlo más armónico y amable. Además, la enorme riqueza resultante de los avances del conocimiento torna innecesaria la lucha feroz por los recursos (siempre que nos conformemos con un nivel de confort y consumo suficiente y sostenible). Así que la compasión, el comportamiento respetuoso y solidario con los demás miembros de nuestra especie, con los otros animales y, en fin, con toda la maravillosa y cercana familia de los seres vivos que poblamos la Tierra, representaría (si se generaliza suficientemente y el mal queda arrinconado en el ámbito de lo patológico) el más grande salto cualitativo desde que nuestro universo comenzó la gran aventura de expansionarse a partir de un minúsculo, ordenado y caliente principio. Estoy seguro de que, si somos capaces de lograrlo, tendremos nuestro premio. Un premio distinto del que preconizan las religiones, pero mucho más estimulante: la pervivencia indefinida (que no eterna) de nuestro código genético de la mano de nuestra especie, capaz con el tiempo de expandirse más allá del restringido entorno terráqueo hasta los límites espaciotemporales impuestos por las leyes fundamentales de la naturaleza. De lo contrario, si nuestra inteligencia se muestra insuficiente para superar el marco selectivo imperante, un buen día, como el resto de los seres que alumbró el experimento evolutivo, desapareceremos para siempre, por nuestra singularidad tal vez arrastrando todo lo vivo con nosotros y acabando con una historia de cuatro mil millones de años.

Javi, carpe diem