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2 julio 2023 (2): La propaganda se mira en el espejo de los hechos

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 2 jul 2023
  • 3 Min. de lectura

Ahora que estamos inmersos en una feroz precampaña electoral arrecian los ataques al actual gobierno progresista, en muchas ocasiones recurriendo a tópicos o prejuicios que no se compadecen con la realidad. Aprovechando el impulso de la operación antigubernamental en marcha, los partidos conservadores y, más aún, la extrema derecha contraponen a esos supuestos vicios sus pretendidas virtudes, y dicen ser gentes de orden, garantes de la estabilidad y alérgicos a los sobresaltos; pero lo cierto es que su modelo económico de cabecera, el del neoliberalismo despiadado, apuesta por la desregulación de las finanzas y las relaciones laborales, en definitiva, por el caos del libre mercado, al que le suponen la taumatúrgica cualidad de auto organizarse. Nada más alejado de la realidad, porque fue ese “dejar hacer” a bancos y grandes corporaciones lo que condujo a la gran depresión de 1929 o al colapso de la burbuja inmobiliaria de 2007-2008.

La reacción también se ha apropiado de todos los signos nacionales, bandera, himno e institución monárquica para arrogarse el monopolio del patriotismo. Pero la patria no la constituyen esos símbolos feudales y militaristas, las rancias esencias, los mitos, las viejas y dudosas gestas y una inexistente comunidad de intereses entre tan desigual ciudadanía. La única patria racionalmente aceptable la integran las personas, y el patriotismo se prueba cuando se adoptan medidas encaminadas a mejorar la calidad de vida de la gente y, muy particularmente, de las clases más bajas, las más necesitadas de la enérgica actuación institucional. Quienes ondean banderas con entusiasmo, oyen el himno con deleite e inclinan la cerviz ante la sangre azul no suelen tener empacho en defraudar a sus compatriotas evadiendo impuestos y deslocalizando su patrimonio en forasteros paraísos fiscales.

Las fuerzas conservadoras también dicen tener como suprema prioridad la libertad y reprochan a la socialdemocracia y al socialismo que, con su intervencionismo, la coartan. Pero no matizan que la libertad por la que abogan es la de quienes pueden pagársela. Para ellas su disfrute consiste en comprar y vender sin cortapisas, educarse y curarse en privadísimas instituciones de elite y monopolizar los medios de opinión. Por supuesto que sacan su vena intolerante en cuanto otros, los más, desean ejercerla: movilizan a las unidades antidisturbios si el precariado protesta, oponen sus prejuicios ante los derechos de la comunidad LFTBI+ y montan en cólera con quienes, en el libre ejercicio de expresión y conciencia, satirizan su creencia  oficial.

La derecha tradicional presume también de una buena gestión, de austeridad en el gasto y de reducir la presión fiscal. La historia lo desmiente, el déficit público acumulado data mayormente del tiempo en que gobernaron los conservadores que, por supuesto, nunca bajan los impuestos durante periodos de tiempo prolongados. Lo que sí hacen es reducir la presión fiscal sobre los ricos (patrimonio, beneficios empresariales y herencia) para aumentársela a las rentas medias con el IRPF y a todos los consumidores mediante el incremento porcentual del IVA. En lo que concierne al gasto, se muestran rácanos con la sanidad, la educación y las pensiones públicas, pero generosos con los dispendios militares, las obras faraónicas (con las que sus amigos y mecenas hacen hucha) y las ayudas a las grandes empresas.

A todos estos lugares comunes del discurso derechista se ha sumado en los últimos tiempos eso de acusar de ejercer el populismo al gobierno progresista. Tiene bemoles que el presidente de un partido llamado “Popular” afirme, en lo que es casi un retruécano tácito, que España no puede permitirse otro cuatrienio de populismo económico. Para saber quién es realmente el populista, hay que matizar que su significado peyorativo más ampliamente aceptado es aquel que califica de tal a una forma de hacer política “simpática” a la opinión pública, se supone que mayoritaria, aunque eso represente un daño al estado o, incluso, perjudique a las instituciones democráticas; el vicio en el que precisamente incurren los “indignaditos” con la supuesta demagogia de la izquierda cuando les parece de perlas agitar los espantajos de la inseguridad y la inmigración masiva y desordenada, aun a riesgo de suscitar el extremismo violento, las tendencias totalitarias y la erosión del estado de derecho.

Pese a la fácil refutación de estas tesis, seguiremos oyendo a un montón de sesudos tertulianos y “expertos”, de los que cojean del pie diestro, recurrir a estos manidos e inconsistentes argumentos para descalificar cualquier iniciativa por la cohesión social y la modernidad. Y lo peor de todo es el atronador ruido de sus altavoces mediáticos, el único audible.

 
 
 

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