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19 julio (1): El txikitero ex-tinto

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 19 jul 2020
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 20 jul 2020

No hace tanto tiempo el alcohol, como el tabaco, gozaba de una gran aceptación social. El buen vino fluía con liberalidad en los copiosos almuerzos de negocios de los patronos mientras que los obreros sofocaban su sed, y su desesperación, empinando la bota, o el porrón, y abriendo y cerrando sus epiglotis con maestría digna de mejor cosecha. ¿Y los niños, qué? Pues estimulaban su, ¿escaso?, apetito con algún reconstituyente de aquellos con duende etílico que, además, cumplía con la excelsa función de sumirlos en el letargo mientras sus progenitores terminaban de recoger la tardía cena y apuraban su escasa intimidad.

Era, en fin, una sociedad constituida mayoritariamente por hombres trabajadores hasta la extenuación y mujeres amas de casa hasta el hastío de la irrelevancia y la dependencia. En ese desigual reparto de desempeños, bendecido por el matrimonio católico, que exigía obediencia de la esposa al marido, este se consideraba liberado de los quehaceres domésticos y legitimado para darse una vueltecita por ahí antes de dar con sus cansados huesos en el tálamo. El atardecer reunía a los egresados de las fábricas que, en alegre camaradería, recorrían su particular e invariable via crucis tabernario. Lo hacían con premura: llegaban, pedían (si eran parroquianos, a veces ni era necesario) y, el barman, que ya tenía dispuestos los vasos txikitos perfectamente alineados sobre la barra, servía vertiendo sobre ellos sin pausa y sin cambiar un ápice la inclinación de la botella; su destreza no desaprovechaba ni una sola gota. Los amigos, que entretanto solían intercambiar chanzas y pullas, asían inmediatamente el pesado cuenco y, sin más ceremonias, vaciaban su escaso contenido en sus gargantas ansiosas. Otro breve lapso para la disidencia política de la dictadura, perpetrada por lo bajini, en medio de la bruma emanada de los cigarrillos y del omnipresente olor vinoso, con matices aportados por la pez de los pellejos y la solera de los garrafones, y a otra tasca.

La incorporación de la mujer al mundo del trabajo y su consiguiente emancipación, el encarecimiento del alterne, la estigmatización del bebedor habitual (que no tanto del que las pilla buenas el fin de semana), la creciente demanda de tiempo y recursos por parte de la progenie y los nuevos hábitos, más refinados, diezmaron a los peregrinos del tinto barato y, consiguientemente, arrumbaron los templos del granel.

Ya no quedan de aquellos alicatados locales, ni los odres, ni los barriles de brandy matarratas, ni los famosos vasos txikitos (bueno, sí, creo que se venden como souvenires de Bilbao). Hasta la Alhóndiga, la catedral, entre todas aquellas iglesias del vino plebeyo, se ha reconvertido al nuevo ocio y abrazado la cultura del beber sosegado, que no frugal.

Esta nueva forma de remedar a Baco se ha visto refrendada últimamente por las cauciones sanitarias adoptadas ante la pandemia del coronavirus. Se han impuesto definitivamente el contexto espacioso, la terraza... y perecido la ingesta precipitada y el salibazo de proximidad.

¿Y qué fue de los txikiteros? La mayoría cría sarmientos, y los pocos que sobreviven a la edad y el garrafonazo ya no están para esos trotes. Se les puede declarar oficialmente ex-tintos.

 
 
 

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