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18 octubre (1): Matrix

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 18 oct 2020
  • 3 Min. de lectura

La de mentir no es una capacidad exclusivamente humana, mienten y engañan a sus semejantes los grandes simios antropomorfos; así que no es imprudente colegir que esa facultad de distorsionar la realidad en beneficio propio nació entre los antecesores comunes a todos los hominoideos actuales hace, tal vez, seis o siete millones de años.

La argucia, sin duda, fue beneficiosa para la supervivencia del falsario, así que llegó para quedarse. Pero, claro, esta ventaja competitiva del mentiroso es sostenible siempre que el engaño premeditado no sea la regla, sino la excepción necesaria. Nadie puede imaginar una comunidad animal próspera en la que la inmensa mayoría de las señales comunicadas no se compadezcan con la realidad.

...Y en eso llegó la digitalización y la sociedad hiperconectada, y la simulación sustituyó al mundo real. Efectivamente, la moderna computación hace técnicamente viable la distorsión de lo tangible y hasta la creación, desde cero, de un universo inexistente, pero que nuestros limitados sentidos no son capaces de discernir del verdadero. Por otro lado, la hiperconexión permite que cualquier individuo, merced a la inextricable red de relaciones globales, pueda llegar a un amplísimo colectivo de humanos sin el filtro de la reputación o la mínima profesionalidad que se le exigiría a un medio públicamente reconocido.

Así que lo absolutamente falso, lo manipulado, lo editado, se ha extendido, por cables y ondas electromagnéticas, como una plaga que todo lo asola. Lo peor de esta infección es que, como cualquier otra, genera tolerancia. Soy testigo de esa degradación paulatina de la certeza: cuando era niño, se me educó en la verdad, en la sinceridad como uno de los valores supremos. Hasta tal punto, que en aquel tiempo quien mentía quedaba mancillado y perdía su crédito por completo. Más aún, cuando éramos sorprendidos en la mentira nos sentíamos reos por falsarios y, abochornados, no nos quedaba otra que adoptar una pose contrita y soportar con resignación el merecido correctivo, dialéctico o de la índole que, en cada caso, procediera. Ahora no, los pillados en el engaño patente, niegan la evidencia o mantienen el bulo con arrogancia a la vez que, y es lo peor, quienes han sido víctimas del trampantojo se muestran condescendientes, indulgentes, en extremo permisivos; de modo que el coste de la mentira es tan bajo que hace del franco ingenuo.

Así que, mis queridos amigos, lo falso ha roto el techo de cristal que le imponía la teoría de juegos, aplicada al estudio del éxito individual y colectivo. Estamos, pues, inmersos en la era de la posverdad, en la que desgraciadamente profundizaremos porque ya no hay ningún freno a su generalización. No es, pues, de extrañar el éxito de los terraplanistas, de los negacionistas de todo lo evidente, de los antivacunas, de los obsesionados por delirantes conspiraciones, de los predicadores histriónicos (pero que sus seguidores se los toman muy en serio), de los políticos fulleros y de todos los que, sin el menor aval de la evidencia experimental, sostienen teorías extravagantes. De sobra está decir que la falacia ha destruido el debate sustentado sobre datos, así que no nos deben sorprender los patéticos enfrentamientos televisivos de los políticos, siempre embarrando con el cieno de los insultos más soeces.

Termino. Contra esta enfermedad no hay vacuna e, insisto, tampoco vislumbro un mecanismo que posibilite desandar este camino a la perdición. Estamos construyendo la verdadera, la única, Torre de Babel, donde habitan los que nada escuchan y nada quieren entender, porque están convencidos de la futilidad del mensaje.

 
 
 

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