17 mayo (2): Huele
- Javier Garcia

- 17 may 2020
- 2 Min. de lectura
Capullos reventones, verde voraz, exuberante vegetación, estruendoso desconcierto de mil y una llamadas al amor, zumbidos incesantes en todas las escalas musicales, noches efímeramente iluminadas por la tormenta, gramíneas alergénicas..., pero sobre todo huele. Huele a sauco, implacable y amable invasor de cada lindero, cada ribera; huele a la infinita variedad de feromonas, sutiles reclamos sexuales; a la coqueta y multicolor invitación a libar. Olerá muy pronto al delicioso tilo y a otras tardías floraciones. Al fin, el estío agostará las mies y dejará un suave aroma a heno, postrer flujo del orgasmo que todos los años lleva a la naturaleza al paroxismo. Pero seguirá oliendo: al rastro que conduce al alimento, alertando de la presencia del depredador, avisando del recién prendido incendio.
¡Qué pena de toda esa información infravalorada! Y es que somos animales visuales, fiamos casi todas nuestras decisiones al veredicto de la luz, acaso tras el complementario, y siempre equívoco, dictamen de la voz. Pero la luz no es la que era; se exporta transformada en incontables dígitos para replicarse más allá del espacio y el tiempo de su emisión, se modifica al antojo de los numerosos intermediarios que preceden al destinatario; hasta se crea de la nada para hacer realidad los cínicamente denominados hechos alternativos, el sueño último de los falsarios.
La palabra... ¡Ay, la palabra! Como especie aprendimos a mentir antes de balbucear el primer sonido con significado, antes de modular las vibraciones que nos hablaban de objetos, acciones y estados de ánimo. Y ahora, no conformes con eso, actuamos sobre las ondas mismas: descontextualizándolas, concertándolas alterando el orden que el emisor empleó en origen, hasta simulando timbres propios de otras gargantas.
Las ondas se mostraron, en fin, simples, plásticas, susceptibles de la manipulación humana. Diestros alfareros de la realidad, hemos sido capaces de modelarla, de distorsionarla, como maliciosos espejos curvos, hasta lo grotesco. Lo que vemos nos engaña, lo que oímos nos miente.
El aroma, sin embargo, se construye subjetivamente sobre la percepción a corta distancia de una miríada de complejas moléculas; irrepetibles en su mezcla, imposibles de remedar bajo otros principios, de ser deletreadas para su transmisión; es el último reservorio de la verdad, el testigo incorruptible del más álgido presente. Así que, cuando dudes de lo que las imágenes y los sonidos te cuenten, fíate de tu olfato. A este respecto, permíteme recordarte la sabia y añeja expresión que revela cuán advertidos estaban nuestros ancestros de lo prudente de recurrir a la pituitaria: "me da en la nariz..." Eso sí, antes de concluir algo y tomar una decisión, no olvides que el olor a santidad puede ser hedor de lo corrupto, y fíjate de dónde sopla Eolo.

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