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17 abril 2022 (2): Supremacismo

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 17 abr 2022
  • 3 Min. de lectura

La inmensa mayoría de nuestras vidas discurre por la tediosa y frustrante senda de la intrascendencia. Muy pocos, poquísimos seres humanos sobresalen de entre la gente común y se ganan, por fas o por nefas, un puesto en la historia y trascienden más allá de sus cortas existencias. Somos insignificantes unidades de liviano peso estadístico, octetos sueltos entre gigabytes que, con suerte, solo importamos a un reducido número de seres queridos. Esta irrelevancia se pone de manifiesto en cuanto tomamos cierta distancia con el pasado, por ejemplo cuando, merced al cinematógrafo, visionamos históricas películas como la conocida "Salida de la misa de doce del Pilar de Zaragoza", filmada en 1897 y considerada como la “opera prima” del cine español, y nos percatamos de que nadie de los que alegremente allí bullían sería reconocido ni aún por sus descendientes directos.

En fin que, como no somos nadie y menos en gayumbos, nos encanta formar parte de un colectivo, participar de un proyecto común de esos a los que se les supone un largo y glorioso recorrido histórico, cuando no perdurar por toda la eternidad. Si el fin perseguido es noble no hay nada que objetar a sumarnos a esa misión compartida y contribuir con nuestro modesto granito de arena; el problema surge cuando el único propósito de nuestra adhesión, tácita o explícita, es sentirnos integrantes de un grupo supuestamente superior al resto, sin que eso exija de nuestra parte más esfuerzo ni mérito que la sola pertenencia.

Eso es precisamente el supremacismo, una de las más estultas, falsas y perniciosas creencias que la compleja psique humana pueda albergar. Quien claudica y se refugia en el consumo de este potentísimo opiáceo ideológico adormece la conciencia de su miserable condición y desiste de los ideales más nobles suponiéndose afortunado legatario de no sé sabe muy bien qué material o incorpóreo patrimonio. De sobra está decir que el más despreciable de los supremacismos es el racismo, esa convicción de ser más, y considerar al resto inferiores, por el solo hecho de tener dispares orígenes étnicos, diferir en el color de la piel o distinguirse por determinados caracteres faciales. Claro que supremacismos hay muchos y de muy diferentes intensidades, después de todo los nacionalismos y patriotismos que van más allá de amar lo propio, para infravalorar lo ajeno o denostar lo desconocido, son versiones descafeinadas del racismo más crudo; ahí están para probarlo esas malditas letras de los himnos nacionales que, en la mayoría de los casos, hablan de gestas, sucedidas o inventadas, consistentes en descalabrar a los siempre infames, torpes y cobardes enemigos.

Pero este virus de la arrogancia idiota no solo se manifiesta como aversión a lo lejano, por genética o ubicación geográfica, sino que también puede colonizar muchos otros ámbitos de la humana condición. Resulta que, en lo que a la religión respecta, todos los creyentes afirman profesar la única fe verdadera, conciertan alianzas exclusivas con la divinidad, en calidad de pueblo elegido, y condenan al fuego eterno a quienes no comulgan con sus creencias, calificándolos despectivamente de gentiles, paganos o infieles. De la misma manera, reyes y nobles (todavía se les reconoce tan anacrónica condición) están frecuentemente convencidos de la excepcionalidad de su sangre, razón por la que se creen merecedores de toda clase de prerrogativas y prebendas. Y, termino, aquellos afortunados que nacieron en confortable cuna y disfrutan de una posición económica más que desahogada suelen considerar legítimos y merecidos sus privilegios a la par de que achacan la desgraciada condición de los desfavorecidos a su pereza o escasa capacidad, y eso cuando no desarrollan esa peligrosa psicosis de la aporofobia.

En fin, qué poco hemos progresado, y ello a pesar de que ahora ya sabemos que estamos hechos de la misma pasta que la más modesta de las bacterias.

 
 
 

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