16 mayo 2021 (1): Yo
- Javier Garcia

- 16 may 2021
- 8 Min. de lectura
Si alguien nos pregunta quiénes somos, seguro que empezamos por salmodiar nuestro nombre y apellidos, la profesión, la edad, lugar de residencia, número de teléfono y otras direcciones telemáticas, número de afiliación a la Seguridad Social, permiso de conducir, cuentas bancarias, etc. Con todo, es obvio que todos esos datos no bastan para definirnos; incluso si a estos pocos bytes les sumáramos muchos otros millones, necesarios para proporcionar toda la información que de nosotros está disponible en un buen número de servidores deslocalizados y, para terminar, lleváramos la tecnología del big data al extremo de su capacidad, añadiendo a todo lo anterior nuestro código genético completo, y con él clonáramos a seres genéticamente idénticos, ellos no serían nosotros, así que una matriz de ceros y unos, por colosal que sea, no parece que pueda representar los distintos “Yos” hasta los últimos detalles.
“Yo” soy otra cosa, más compleja y rica en matices, quiero suponer, pero... ¿Qué cosa? Creo que uno de los primeros conocimientos a los que un bebé accede es el relativo a los límites de su propio cuerpo. Así que el “Yo” tiene algo que ver con lo puramente espacial: desde hace mucho tiempo he reparado en que mi persona acaba en los sinuosos relieves de la piel; da buena fe de ello la coherencia entre la información proporcionada por la vista y el tacto. Por eso no me sorprende que, justamente cuando mis ojos observan la colisión entre la que se supone es la vanguardia de mi cuerpo y cualquier otro objeto físico, mi sentido del tacto sienta lo extraño, de modo que, para cada instante, la computación de lo visto y lo contactado está determinando dónde acaba mi persona y comienza el mundo exterior.
Para mi suerte, no solo cuento con una compleja red de medición de presiones y temperaturas (descripción incompleta y estrictamente física del tacto) y con unas cámaras ópticas de notable sensibilidad y precisión, sino que también incorporo sensores de vibración (los oídos) y detectores químicos (gusto y olfato). Este potente despliegue sensorial capta una cantidad ingente de información que, por su inmenso volumen, no sería procesable si no contara con un ordenador de una potencia inusitada: el cerebro. Es mi sistema nervioso central quien aprovecha este diluvio de datos para obtener una reconstrucción virtual del mundo objetivo exterior y, por exclusión, de lo que constituye mi propia persona. No hay, ni mucho menos, consenso en lo que respecta al grado de fidelidad con que la materia gris remeda el mundo real. Durante muchos siglos, los filósofos idealistas, y aun algunas escuelas científicas, han negado la existencia de lo objetivo, argumentando que todo es un artefacto del intelecto; resultando lo subjetivo lo único verdaderamente accesible y relegando la realidad a la condición de un neblinoso mundo al que solo se le disipan las sombras y adquieren nitidez sus contornos cuando aparece el observador y efectúa la medida.
Afortunadamente para el ser humano, creo que no vivimos en tal confusión, que existe un universo independiente del experimento y que es cognoscible, por eso hemos podido transformar la naturaleza para nuestro beneficio; hecho irrefutable que para mí descabalga cualquier interpretación idealista del mundo.
Con todo, sigo sin encontrar a mi Yo. Es cierto que dispongo de un caudal de datos gigantesco, flujo al que no solo contribuyen mis sentidos, sino todo el conjunto de “prótesis” informativas de las que se vale un hombre del siglo XXI. Convengo en que la información es imprescindible para la construcción de la personalidad, pero por sí sola no es, ni mucho menos, consciencia. Los servidores de Google almacenan un volumen de dígitos mucho mayor del que pudiera soñar para mi limitado litro y medio craneal, pero Google no siente su realidad como propia y diferenciada del resto ni, claro, desea o sufre.
Hablaba hace pocas líneas de la ubicación en el espacio como uno de los primeros pasos en la identificación del Yo. Obviaba entonces la cuarta dimensión: el tiempo. Los seres humanos y muchos animales no solo percibimos el mundo exterior, sino que somos capaces de almacenar esas percepciones y experiencias, con mayor o menor detalle y por un periodo más o menos largo, ordenándolas a lo lardo de la coordenada temporal. Se ha avanzado mucho en el conocimiento de los mecanismos más íntimos de la memoria, que operan como resultado de mínimos cambios en el estado químico y eléctrico de las sinapsis entre neuronas. Desafortunadamente para mi búsqueda, tampoco esto define una consciencia: los ficheros digitales son mucho más robustos que nuestra frágil memoria, si el soporte físico conserva sus propiedades, son prácticamente indelebles.
Reparo ahora en que hay otra cosa que me diferencia radicalmente de un simple repositorio de información, y es que, por más que me arrogue tal condición, no actúo como un observador inercial, alérgico a todo lo ajeno a mí, sino que, a partir de lo que percibo, reacciono: si estoy jugando al ping- pong, recojo todos los datos proporcionados por la vista y el oído, estimo en el tiempo la trayectoria de la pelota y coordino mis movimientos para que, en un instante y posición dados, paleta y pelota coincidan de modo tal que, tras el choque, la segunda retorne al campo del rival con la velocidad y trayectoria más difíciles de procesar y de responder.
Esto de la reacción a los estímulos es algo muy complejo, aunque ya lo adelanto, en la mayoría de los casos no tiene nada de racional. Es complejo, porque una primera señal ha de ser transformada en impulso nervioso que, llegado al punto o puntos del cerebro donde tiene lugar su procesamiento, activa a otro grupo neuronal, responsable de la acción subsiguiente; pero casi siempre sin mediar una reflexión de alto nivel cognitivo. Los mecanismos más íntimos de la reacción esconden los fundamentos del aprendizaje; algunos experimentos realizados con gusanos que disponen de un sistema nervioso extremadamente sencillo, compuesto por unas pocas neuronas, han demostrado que las respuestas “aprendidas” no son más que el resultado de la alteración eléctrica y/o química permanente, acumulada tras reiterada estimulación.
Doy un paso más hacia la complejidad y me detengo en las decisiones reflexivas. Se trata, claro está, de un tipo sofisticado de respuesta. Son varias las características que diferencian las acciones conscientes de las reflejas: se demoran en el tiempo y se acometen tras valorar varias alternativas posibles. También se fundan en la experiencia, pero al contrario que en las más primitivas, el procesamiento de la información disponible es mucho más complicado e involucra a múltiples circuitos neuronales, especializados en distintas funciones. Aunque en las últimas décadas se ha progresado muchísimo en el conocimiento de la anatomía y funcionamiento cerebrales, aún está por desenredarse la increíble maraña de su arquitectura a escala global (existen interesantes iniciativas europeas y norteamericanas que aspiran a revelar sus grandes trazos en un plazo relativamente breve de tiempo), así que esta es una cuestión no respondida y plenamente vigente.
Seguimos subiendo las escalinatas del templo del conocimiento, pero todavía no hemos llegado al ara sacrificial: la inteligencia artificial también es capaz de aprender, y de decidir en base a los datos disponibles y, sin embargo, no esconde consciencia alguna; por lo menos no todavía. El Yo sigue pues resultando esquivo y, por eso, creo que conviene que me detenga un tanto en tratar de definirlo, antes de seguir buscándolo.
Algo que tengo muy claro es que Yo soy Uno; cuando observo, valoro, reacciono, lo hago en singular: no son mis ojos, no es mi oído, no es el músculo esternocleidomastoideo, no es una determinada neurona del hipocampo quienes perciben, procesan, deciden y reaccionan, soy Yo solito conmigo. Esta es, pues, la esencia de la consciencia: la percepción de uno mismo como un todo único. El problema no resuelto es que, si bien se conocen los mecanismos bioquímicos que están tras cada uno de los procesos simples, no hay todavía una explicación contrastada de cómo el encéfalo construye esa identidad singular a partir de sus ingredientes básicos.
Así, es fácil caer en el error del homúnculo; de modo y manera que se considere plausible que todos estos nuestros sensores, computadores y actuadores obedecen las órdenes de un ser, avecindado da igual en qué parte del cerebro o del resto del cuerpo. El homúnculo puede cobrar varias formas: unos determinados y críticos circuitos neuronales alojados en lo más recóndito del hipotálamo, o el alma inmaterial. En cualquier caso, se trataría de una hipótesis adicional e innecesaria que, para mayor frustración, situaría el debate en su punto de partida; solo que ahora deberíamos preguntarnos por la consciencia del gnomo que nos gobierna.
Barrunto que tal vez la hipótesis del homúnculo pueda ser la natural consecuencia de la extrema dificultad que representa el comprendernos a nosotros mismos. De la misma manera que no podemos vernos la espalda sin el auxilio de nuestro ingenio y un par de espejos debidamente colocados (menos mal, porque abomino mi despejada coronilla), muy bien podría ocurrir que fuera muy arduo entender completamente el Yo, al coincidir el observador con el objeto de la observación. Tengo otra reflexión todavía más inquietante: como no pueden verse objetos de menor tamaño que la longitud de onda de la luz que los ilumina, ¿es posible llegar a comprender algo con una complejidad igual o superior a la del instrumento con el que se pretende desbrozarla? Aunque con algunas reservas, soy optimista; creo que la respuesta es que sí se podrá conocer completamente el cerebro y su producto: la consciencia. En cualquier caso, lo que sí tengo muy claro es que mi Yo no es más que el resultado de complicadas interacciones físico-químicas que ocurren en mi cerebro. Solo existo sobre uno de los soportes más complejos y frágiles que la organización de la materia ha alcanzado en el universo.
En este punto me gustaría llamar la atención del lector sobre dos detalles que, no sé si en el fragor de la lectura, habrá pasado por alto: el primero se refiere al hecho de que, tal como he definido el Yo, este no es exclusivo de los humanos; también otros animales comparten esa capacidad de verse como únicos frente al mundo, de sentir, procesar, reaccionar y acumular experiencia. La diferencia es solo cuantitativa: acumulamos más información, computamos algoritmos más complejos y reaccionamos más sofisticadamente. La segunda cuestión que no he abordado es la de los sentimientos, las pasiones: el amor, el odio, la ira, el miedo, la alegría y la tristeza. No estoy muy seguro de si la selección natural pudiera en algún sitio alumbrar “yos” carentes de la componente afectiva. Creo que no, porque los sentimientos otorgan nítidas ventajas competitivas: el amor nos insta a cuidar y defender los próximos, el odio a combatir al competidor, la ira a pelear por nuestra vida con fiereza, el miedo a rehuir el peligro... ¿y la alegría y la tristeza? Intuyo que tienen una naturaleza algo distinta de la de las otras emociones: tal vez sean más sofisticadas, igual hasta no son pasiones primarias, sino que surgen de la computación de las más básicas. Prueba de su complejidad es la dificultad para definirlas, porque la alegría y la tristeza no tienen por qué estar vinculadas a causas objetivas. Más parece que surgen como el resultado de la interpretación, absolutamente subjetiva, que el individuo hace de cómo la realidad de su existencia satisface sus expectativas. Así que el argumento evolutivo es aquí más difícil, aunque, en ausencia de causas “agudas” (hambre, riesgo de muerte o impulso reproductor) para mover la voluntad del consciente, parece razonable pensar que la insatisfacción, propia de la tristeza (si es que esta no es de naturaleza paralizante y, por tanto, patológica), y la fortaleza y la seguridad que otorga la alegría pueden constituir motores para una actitud activa “crónica”, indudablemente beneficiosa para la supervivencia.
Con todo, y contradiciendo lo dicho anteriormente, si la consciencia es reducible a un programa, igual existen seres inteligentes carentes de emociones por completo. Claro que no serían el resultado de la selección natural, sino de la manipulación de otras consciencias. Ese podría ser el caso de las máquinas autónomas o de los simples “encapsulados de conocimiento”, supervivientes a su soporte físico original.

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