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16 julio (edición especial): El motín de Esquilache redivivo

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 16 jul 2020
  • 3 Min. de lectura

El marqués de Esquilache fue un tipo italiano, por largo tiempo ministro de la máxima confianza del rey Carlos III, que ha pasado a la historia por el motín que se desencadenó en su contra en el año de 1766. La revuelta movilizó a las capas populares, golpeadas por el hambre e instrumentalizadas, al parecer, por la disputa entre distintas facciones palaciegas. Sea como fuere, lo que ha quedado de aquella asonada en nuestro acervo cultural colectivo es que todo lo desencadenó un bando que prohibía el uso de determinadas prendas de vestir; particularmente el sombrero de ala ancha y las largas capas que protegían el anonimato y ocultaban las armas.

Casi tres siglos después, los revisionistas de la transparencia se han propuesto derogar al estirado di Gregorio (así se apellidaba aquel valido) y reinstaurar el embozo, que se ha decretado obligatorio para toda la población en Euskadi y en otras Comunidades Autónomas.

Pues, qué queréis que os diga, yo, como aquellos madrileños dieciochescos, pero en sentido opuesto a sus demandas, me declaro amotinado y muestro mi más absoluta repulsa por la decisión adoptada. Sé que con mi posicionamiento me alejo de la corrección política, y que me arriesgo a enfadar a buena parte de mi escasa audiencia, pero quiero ser leal a mi condición de "inercial" y mostrar un mínimo de discrepancia colorista entre tanta y grisácea unanimidad.

Fiel al espíritu de mi blog, solo me permito polemizar con datos y razones. Así que soy contrario al impuesto uso de las mascarillas en toda situación y lugar...

• Porque, aún hoy, no hay un completo consenso sobre su eficacia. De hecho, en lo más duro de la pandemia, la mayoría de los expertos occidentales las consideraban, cuando menos, inútiles, si no perjudiciales. Solo el aparente buen resultado obtenido con su uso en países como Corea del Sur, China o Singapur las popularizó, hasta el extremo de ser definitivamente aceptadas y recomendadas en nuestro entorno. Argumento, este del éxito de los embozados, que se hace necesario revisar por cuanto la sucesión de acontecimientos posteriores ha desmitificado el "milagro oriental", arrojando esas naciones números de contagios y decesos similares a los europeos.

• Porque es una disposición que antepone la economía a cualquier otra consideración. Los gobiernos de todas las latitudes han hallado en la mascarilla el bálsamo de Fierabrás, que todo lo cura, y que les exime de su responsabilidad en la adopción de otras medidas, que chocarían con el poder financiero, y de reglamentar la salubridad en el entorno laboral y los intercambios comerciales. No hace falta que abunde aquí en el hecho cierto de que el rebrote más importante acaecido en España en las últimas fechas haya tenido como ideal caldo de cultivo la irregularidad en la contratación de temporeros y su subsistencia en régimen de semiesclavitud.  

• Porque no contempla los daños colaterales de su imposición. Incluyo aquí la restricción respiratoria (cuyas consecuencias, teniendo en cuenta que se trata de millones de personas afectadas, merece una mínima consideración), el estrés generado por la incomodidad y, sobre todo, la sociedad desestructurada a la que nos conduce. Ocultos tras el tejido protector, aislados del medio y recelosos del otro, vamos a ahondar en ese abismo de la misantropía a la que este sistema individualista ya nos estaba llevando.

• Porque se ha adoptado con el calendario político en la mano. Casualmente, antes de que las elecciones previstas se celebraran, no era el momento de implantar las nuevas restricciones, pero sí inmediatamente después. Seamos serios: o se ha jugado con nuestra salud demorando una caución necesaria, o se acaba de adoptar una profilaxis absolutamente inútil.

• Porque este está siendo un año de mierda, y más que lo va a ser a partir de septiembre cuando cesen los ERTEs y comiencen los EREs, y nos hubiéramos merecido un verano medianamente placentero. Así las cosas, la pandemia que realmente amenaza con devorarnos es la tristeza, ampliamente socializada y patológica.

• Porque con el argumento de un dudoso bien superior, se está imponiendo un férreo control sobre la población, más propio de los totalitarismos; por cierto, de muy difícil encaje jurídico. ¡Quién nos lo iba a decir! Pero parece que a algunos cargos elegidos democráticamente les empieza a gustar ejercer el más descarnado despotismo.

• Porque... ¡qué diablos! ¿Por qué desde una posición progresista, y sin renunciar al ideal colectivo, no se puede exhibir vena libertaria y apelar a la libertad individual?

 
 
 

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