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16 enero 2022 (1): Superioridad moral

  • Foto del escritor: Javier Garcia
    Javier Garcia
  • 16 ene 2022
  • 4 Min. de lectura

La desigualdad tuvo su inicio en la noche de los tiempos. Hasta hace bien poco se pensaba que surgió como consecuencia de los excedentes generados por mor del advenimiento de la agricultura; pero, en mi opinión, tras los recientes descubrimientos que revelan que incluso ciertas culturas cazadoras-recolectoras fueron sedentarias y alcanzaron elevados niveles de organización social (Göbleki Tepe y otras), la injusta distribución de los bienes materiales empezó mucho antes, tal vez desde que primitivos homininos fueron capaces de producir cantidades apreciables de herramientas que sobrepasaban las necesidades de uso más inmediatas.

Desde aquellos remotos tiempos, el poder detentado ha debido enfrentar el conflicto moral suscitado por la polémica legitimidad de sus privilegios. Jefes de tribu y chamanes ya sabían que la ilegitimidad manifiesta y la brutal imposición por la fuerza de su preeminencia podían significar el principio del fin de su hegemonía. Así que, a partir de entonces, los poderosos se han aplicado en argumentar y justificar moralmente sus prerrogativas.

Como es fácil colegir, el primer recurso del que echaron mano fue la teocracia: el poder emana de los dioses o de los antepasados, quienes ungen con él a las personas o estirpes que, por su nobleza (muchas veces fundada en su supuesto parentesco con las deidades), son las llamadas a dirigir los destinos de sus gobernados, así como a acaparar los mayores lujos y disfrutar de los bienes más deseados y exclusivos. Por sorprendente que parezca, aún hoy hay "Comendadores de los creyentes" y, aquí mismo y en tiempos recientes, nuestro infame caudillo lo era "por la gracia de Dios".

Creo que no hace falta desgranar las pruebas sin número que refutan semejante argumentario. Por supuesto que ningún sistema democrático puede fundarse, y ni siquiera admitir como una posibilidad, que el poder dimane de las divinidades; así que los acaparadores de bienes debieron encontrar otras grietas en el edificio moral.

El siguiente de sus recursos fue la apelación al mérito: uno merece su alta posición porque ha trabajado con denuedo, ha hecho muchas cosas por la gente, por su pueblo, porque fue un héroe en vete a saber qué conflicto o, simplemente, porque se le suponen unas cualidades de las que los demás carecen. El mérito es una justificación que ha llegado hasta nosotros con bastante buena salud. Así, las grandes fortunas todavía se explican y legitiman en base a las hipotéticas aportaciones a la sociedad de quienes alcanzaron el éxito: los empresarios que rigen los destinos de la humanidad y acumulan obscenas cantidades de bienes materiales son lo que son y gozan de lo que tienen por su inteligencia, por su arrojo y amor al riesgo y por sus grandes aportaciones al bienestar de la comunidad. Una variante sobre este razonamiento aún más áspera es la aplicación simplista del darwinismo a la socioeconomía, según la cual cada uno obtiene en la vida lo que merece.

Últimamente también este argumento atraviesa una seria crisis de credibilidad; son numerosos los ensayos recientemente publicados que aportan abrumadoras pruebas de que el "ascensor social" no funciona (de hecho, creo que nunca ha funcionado), de modo que quienes han nacido en la miseria están condenados a la pobreza y, por el contrario, la mayoría de los más afortunados lo son por herencia.

Con esto llegamos al punto en que la justificación de la desigual riqueza y poder en base a las virtudes intrínsecas de la persona no se sostiene y, claro, hay que inventarse otra cosa. Adam Smith, en su cimera obra "La riqueza de las naciones", lo expone palmariamente cuando propone que el progreso es el resultado del ejercicio del interés individual que, sin pretenderlo, contribuye al bien común. Esta es la piedra angular sobre la que se edificó el liberalismo económico y que todavía resuena con machacona insistencia en los parlamentos y los medios de comunicación. De este, digamos, teorema se derivan una serie de corolarios de mucho beneficio para quienes acaparan fortunas: lo mejor es facilitar la libre iniciativa, dejar hacer reduciendo el estado a la mínima expresión y, por supuesto, minimizar las cargas impositivas a los más privilegiados puesto que estas cercenan su capacidad de crear riqueza y empleo (hasta se sigue insistiendo, contra la abrumadora experiencia empírica, en que cuanto más se relaja la presión fiscal más impuestos se recaudan).

Cientos de años de aplicación de este principio reflejan bien a las claras su falsedad. La mayoría de la humanidad actual es doliente; preponderan el hambre, las enfermedades, la miseria y la exclusión. Y, por si esto fuera poco, la libre iniciativa individual está demostrando su absoluta incapacidad para arrostrar los grandes problemas del largo plazo: la persecución del beneficio inmediato extingue cualquier posibilidad de hallar soluciones al cambio climático y la contaminación desbocada. Lo privado se muestra igualmente romo solucionando los problemas más agudos y urgentes, porque la crisis de la pandemia solo ha podido encararse desde lo colectivo, bajo un fuerte liderazgo público y pese al indecente comportamiento de algunas farmacéuticas y su mercantilización del dolor.

Pero los gabinetes ideológicos del poder no descansan y, contra estas evidencias, explican que lo que ocurre es que a la iniciativa privada aún se le ha dado poco tiempo. Esgrimen la media verdad de que los números a escala global son cada vez mejores para proponer una suerte de nueva teoría filosófica del optimismo según la cual, sin tocar ninguno de los pilares de la sociedad de mercado, todo se arreglará por ensalmo.

Y si esto no es creíble o no os gusta, como decía Groucho Marx, "tienen otros principios". Así que un grupo de disparatados pseudocientíficos y tecnólogos de vía estrecha se han lanzado al transhumanismo. Nos espera la vida eterna o, por lo menos, una muy dilatada, en el Shangri-La de los ciborgs, cuya primera entrega nos la va a proporcionar el metaverso, en el que podremos alucinar con que somos ricos aunque seamos pobres de solemnidad. O sea, que de lo que se trata es de posibilitar a los parias una onírica huida de su penosa realidad mientras que se proporciona la más deseada y real permanencia en este “valle de lágrimas” solo a un reducido y exclusivo grupo de privilegiados (porque nadie puede racionalmente suponer que la victoria sobre el envejecimiento pueda ser patrimonio compartido de la humanidad).

Pese a todos estos esfuerzos, creo que convendréis conmigo que los ideólogos y paniaguados de los poderosos tienen difícil refutar la superioridad moral de quienes plantean soluciones fundadas en la justicia social y no en el mantenimiento de los privilegios de unos pocos.

 
 
 

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