16 agosto (2): La mascarilla de la discordia
- Javier Garcia

- 16 ago 2020
- 4 Min. de lectura
Hace un mes, cuando se impuso el empleo de la mascarilla en toda circunstancia y lugar, ya mostré mi opinión discrepante. Cuatro semanas y una terrible canícula embozada después, mantengo mi punto de vista.
Impera al respecto una unanimidad, sospechosa de totalitarismo, solo rota por frikies, negacionistas de lo evidente, conspiranoicos y militantes de la extrema derecha política o religiosa. Naturalmente que esa discrepancia bufa no hace sino apuntalar el credo impuesto. Pero, como la tradición dice que Galileo masculló cuando se desdijo de sus herejías heliocéntricas, "...eppur si muove" (y sin embargo se mueve). Quiero decir que, por instaurada y generalizada que esté la opinión de que la mascarilla obligatoria es la panacea para el control de la pandemia, no es un hecho científicamente contrastado que el trapo en cuestión tenga efectos protectores de relevancia estadística cuando se emplea en espacios abiertos.
Corroboran mi punto de vista la mayoría de los expertos y gobiernos de los demás países europeos, ya que sólo España y otros dos estados obligan a llevar mascarilla por la calle, cualesquiera que sean las distancias. Más aún, Noruega, Suecia y Dinamarca consideran su uso literalmente inútil o, incluso, contraproducente, porque genera una falsa sensación de inmunidad que obvia el mantenimiento de la distancia de seguridad. Adicionalmente, y aunque quiero ser cauto, porque no es fácil distinguir la verdadera causalidad entre las numerosas correlaciones, no dice mucho a favor de los taumatúrgicos efectos de la prenda que nuestro estado sea, de entre los europeos, el que más positivos arroja por cada cien mil habitantes mientras que es reconocido como el lugar donde más se respeta la caución de llevarla puesta. Precisamente por este último hecho, tampoco comparto la otra generalizada opinión de que la culpa de la mala evolución de los contagios la tengan el incivismo y la irresponsabilidad de la ciudadanía (todavía persiste ese complejo de inferioridad por el que aún miramos desde abajo la supuesta superior educación de los países del norte).
El lector, perplejo, se preguntará entonces por qué los números de contagiados españoles son, en términos relativos, los más altos de todo el continente. Sin pretensión de sentar cátedra, apunto aquí algunas posibles causas:
•España mantuvo, de entre los grandes países europeos, el confinamiento más largo y estricto. Esto, sin duda, salvó entonces muchas vidas, pero, muy probablemente, restringió la inmunidad colectiva; así que, cuando retornaron la actividad y los contactos, el virus se encontró con un fértil espacio para la diseminación. Personalmente pienso que las sucesivas oleadas de la pandemia se parecen a los armónicos acústicos, de modo que algo deben tener que ver con las características del primer embate epidémico. Si es este el caso, las crisis se espaciarán en el tiempo regularmente, y su máximo y número total de infectados irán progresivamente disminuyendo, hasta resultar inobservables en su quinto o sexto rebote.
•España, otra vez si solo consideramos a los mayores países de la Unión Europea, es el más desigual en términos de renta. Millones de familias, largas y acogedoras de parientes remotos, cuando no subarrendatarias de completos desconocidos, viven hacinadas en pequeñas infraviviendas. De la misma manera, y muy especialmente en este tiempo de cosecha, conviven con nosotros decenas de miles de temporeros condenados a trabajar en condiciones de semi esclavitud, sin espacios propios para la intimidad y, en muchas ocasiones, sin baños suficientes ni agua potable.
•Nuestro esfuerzo en sanidad, y pese a la que está cayendo, sigue a la cola de los países más desarrollados. No hace falta aquí insistir en que la mayoría de las comunidades autónomas han implementado el rastreo de contagiados tardía y precariamente.
•Nuestras autoridades, tan diligentes con la mascarilla, se muestran renuentes a meter en cintura a ciertos sectores. Me estoy refiriendo a que, todavía hoy, aunque con horarios reducidos, siguen abiertos discotecas y bares de copas, donde se dan la mano el estrecho contacto físico, el abundante intercambio de fluidos y, sobre todo, el espacio estanco, sin ventilación; circunstancias, todas ellas, que sí están reconocidas por la comunidad científica como altamente favorables a la diseminación del coronavirus. Para concluir con los capítulos reglamentario y represivo, las faltas en las que incurren los positivos, cuando incumplen sus deberes de información y aislamiento, se persiguen con escandalosa lenidad.
Así que, comprendo, pero no aplaudo, la actitud bienintencionada de quienes nos gobiernan que, intimidados por la mala evolución de los contagios, han optado por ser proactivos, pero decantándose por aquellas decisiones de menor riesgo, mínima contestación y nulo coste. Y, aunque mi opinión valga de bien poco, me permito alertarles de que están infligiendo un sufrimiento añadido, y tal vez inútil, a una sociedad ya suficientemente azotada por la pandemia.
Nota de última hora: el Gobierno Central y los de las CCAA han llegado a un acuerdo por unanimidad para aplicar 11 medidas de obligado cumplimiento, la mayoría de ellas destinadas a, como apunto más arriba, acabar con el problema del ocio descontrolado que, ahora se confirma, es responsable de la mitad de los nuevos contagios. El Gobierno Vasco instaurará desde mañana el estado de emergencia sanitaria con el fin de contar con el instrumento jurídico necesario para imponer las nuevas restricciones. Hagamos un voto porque la decisión surta el efecto deseado y, mientras tanto, observemos las reglas implantadas, incluida la de la dichosa mascarilla, sirva o no sirva, siquiera para preservar la coherencia social, también en serio peligro. ¡Ah! Y que las matemáticas nos echen una mano y la curva haya llegado a su nuevo máximo.

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